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¡Bien puede ser! le contestó sonriendo afablemente al dirigirse, como lo hizo, hacia las piezas interiores contemplado desde la puerta del escritorio por Ramona que al salir al corredor tiró a un cantero del jardín el gajo de cedrón estrujado que tenía en la mano.

Tirso se metió en su cuarto y Leocadia fue a ayudar a su madre; pero el cura salió en seguida otra vez al comedor con la faz demudada, y cogiendo el periódico, lo arrugó con fuerza y, hecho una bola, lo tiró a un rincón. Como el pasillo era muy corto, Leocadia oyó el crujido del papel estrujado y volvió corriendo, a tiempo que su hermano tornaba a encerrarse en su habitación.

Los curiosos se apiñaban tras las cortinas, y Currita, en primera fila, devoraba a Jacobo con la vista; Martínez, a su lado, estrujado casi contra el quicio mismo de la puerta, no podía verle, mas prestaba oído atento, lleno de ansiedad, mordiendo con la cabezota baja el puño de su garrote.

Después de breve pausa, prosiguió don Guillén: Mi primera misa la dije en la casa de campo de la Somavia. La duquesa fué mi madrina. Me regaló una rica casulla, bordada en oro. Entre sus arabescos, muy disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; del corazón cae un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una A equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera blanca. Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la duquesa; pero Su Ilustrísima, que no me había perdonado la antigua calaverada, me envió, apenas ordenado de mayores, a una parroquia rural inhospitalaria: San Madrigal de Breñosa. Allí tenían una hermosa finca los señores de Neira, de donde tomaron pie para el título; pero jamás iban, por lo muy apartado y fragoso de la comarca. Sucedió que a los dos años de estar yo en aquellos andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda, fué a guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muy devota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su capellán. Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad todavía, muy blanca, y simple que no cabía más. Sus ideas religiosas eran caprichosas, y aun cómicas. Creía que el cielo de los bienaventurados era un teatro, con su escenario y localidades para el público. Su marido, don Restituto, según ella, se había adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio y reservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de que su marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse de y en dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra matrona de

He estrujado mis boletitos. ¡Y yo que creía tan seguro el «dato» del jaquet y la galera!... Al salir para tomar nuestro automóvil nos cruzamos con un amigo. «¿Y... cómo les fué?» ¡Al tacho! responde mi marido. Yo le aprieto el brazo y le digo: «¡Jorge, qué palabra tan inelegante!...» Mi protegida Inesilla ya os he hablado varias veces de ella vino a verme la otra tarde.

Hombre, déjate de lecciones, ¡vamos á hacer día pichido! Día pichido llaman los estudiantes de Manila al que encontrándose entre dos de fiesta, resulta suprimido, como estrujado por voluntad de los estudiantes. ¿Sabes tu que verdaderamente eres un bruto? replicó furioso Plácido recogiendo su libro y sus papeles. ¡Vamos á hacer día pichido! repetía Juanito.

Le pareció imposible llevar más lejos la degradación y la maldad. Pocas horas antes, el dolor había estrujado su corazón, considerando perdida la mujer amada, tanto más, cuanto más imposible. Ahora sus ojos tropezaban con el delito más cobarde y monstruoso de la tierra. Eran ya cerca de las doce.

Callose un instante, y el niño, viéndola llevarse a los ojos el estrujado pañizuelo, soltó al punto la espada, y corriendo hacia ella, ¿Por esto lloráis? la preguntó. No, hijo mío repuso la madre, dominada por la congoja. Conduéleme una nueva triste por demás. Ya no volveremos a ver a la Madre Teresa de Ahumada... Entró en el gozo del Señor, como una santa, antiyer, en Alba de Tormes.

La tarea, en apariencia fácil, no dejaba de ser enfadosa para el aseado presbítero: le sofocaba una atmósfera de mohosa humedad; cuando alzaba un montón de papeles depositado desde tiempo inmemorial en el suelo, caía a veces la mitad de los documentos hecha añicos por el diente menudo e incansable del ratón; las polillas, que parecen polvo organizado y volante, agitaban sus alas y se le metían por entre la ropa; las correderas, perseguidas en sus más secretos asilos, salían ciegas de furor o de miedo, obligándole, no sin gran repugnancia, a despachurrarlas con los tacones, tapándose los oídos para no percibir el ¡chac! estremecedor que produce el cuerpo estrujado del insecto; las arañas, columpiando su hidrópica panza sobre sus descomunales zancos, solían ser más listas y refugiarse prontísimamente en los rincones oscuros, a donde las guía misterioso instinto estratégico.

La explotación del hombre por el hombre tomaba carácter despiadado y feroz, según suele acontecer cuando se ejerce de pobre a pobre, y Chinto se veía estrujado, prensado, zarandeado y pisoteado al mismo tiempo. Le habían calificado y definido ya: era un mulo.