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Los árboles de teck, sagú, mangostán, cedro, bambú, arenghe, saccaripre, betel, rotang y otros infinitos, se apiñaban, entrelazando su ramaje y sus raíces, y los bejucos y las plantas trepadoras formaban impenetrables redes corriéndose de un árbol a otro, subiendo, bajando y serpenteando por la tierra. No faltaban los árboles frutales silvestres.

Así se refugiaban máscaras a aquel estrecho local, y se apiñaban y empujaban unas a otras como si fuera de la puerta las esperase el más inminente peligro. Iban y venían los mozos aprovechando claros y describiendo sinuosidades como el arroyo que va buscando para correr entre las breñas de las rendijas y agujeros de las piedras.

Desde la mañana a la noche, todo eran procesiones y peregrinaciones, con las calles alfombradas de flores, empavesadas con tapices, llegadas de cardenales por el Ródano, ondeando al viento los estandartes, flameantes de gallardetes las galeras, los soldados del Papa entonando por las calles cánticos en latín, acompañados de las matracas de los frailes mendicantes; después, de arriba abajo de las casas que se apiñaban zumbando alrededor del gran palacio papal como abejas en torno de su colmena, percibíase también el tic tac de los bolillos que hacían randas, el vaivén de las lanzaderas que confeccionaban los tisúes de oro para las casullas, los martillitos de los cinceladores de vinajeras, las tablas de armonía ajustadas en los talleres de guitarrero, las canciones de las urdidoras, y sobresaliendo entre todos estos ruidos el tañido de las campanas y algunos sempiternos tamboriles que roncaban allá abajo, hacia el puente.

En los balcones de las casas se apiñaban lindas muchachas de ojos negros para ver desfilar los coches ocupados por jóvenes enmascarados que les arrojaban puñados de almendras, anises y caramelos.

Al llegar a París después de dos meses de medir la tierra con los pies, hubiera podido exclamar con más razón: ¡Qué corto es el año! A su vuelta, ¡qué de gentes lo esperaban, y se apiñaban a su alrededor para cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y se venía, de si era, en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánima que volvía sola!

Los curiosos se apiñaban tras las cortinas, y Currita, en primera fila, devoraba a Jacobo con la vista; Martínez, a su lado, estrujado casi contra el quicio mismo de la puerta, no podía verle, mas prestaba oído atento, lleno de ansiedad, mordiendo con la cabezota baja el puño de su garrote.

Velázquez recorrió las calles sin participar de esta alegría como otras veces. Llevaba en su alma el peso de la cólera y el despecho. Estuvo en la calle Ancha, donde la animación era más grande y las máscaras se apiñaban con preferencia. Allí tropezó con Manolo Uceda, quien le invitó á entrar en la cervecería á beber una copa de Jerez.