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La mirada de Isagani se iluminaba al hablar de aquel oscuro rincon; el fuego del orgullo encendía sus mejillas, vibraba su voz, su imaginacion de poeta se caldeaba, las palabras le venían ardientes, llenas de entusiasmo como si hablase al amor de su amor y no pudo menos de exclamar: ¡Oh! en la soledad de mis montañas me siento libre, libre como el aire, ¡como la luz que se lanza sin frenos por el espacio!

Me encolerizaba con Fenella, porque le decía cosas verdaderamente muy duras, y en el momento en que se escapa por la ventana, detuve mi lectura para exclamar. ¡Ah, tontuela, un hombre tan delicioso! Al pronunciar estas palabras levanté los ojos, y lancé un gran grito al ver al cura de pie, delante de . Estaba cruzado de brazos y me miraba estupefacto.

Al ver una choza sobre un montecillo de arena, entre retamas verdes; al ver una casita oculta en un bosque de madre selva, el viajero no puede menos de exclamar: ¿quién sabe si ahí respira la mujer ideal que yo he soñado, esa sombra del alma tras la cual he corrido, esa misteriosa armonía que todos los hombres hemos escuchado en nuestro corazon?

Lo acredita así la costumbre que muchos profesores franceses de declamación tienen de que sus alumnos traduzcan, con una frase vulgar cualquiera, estados de ánimo diferentes. Por ejemplo, el discípulo habrá de exclamar: ¡Hola..., un perro!... Alternativamente, según las inflexiones de la voz, estas tres palabras le servirán para revelar alegría, terror, cólera, fastidio, indiferencia.

Al meterse en la cama, con el corazón apretado, quiso analizar la emoción que la dominaba; quiso remontarse a la causa. Sintió vergüenza de ella. Su orgullo le hizo exclamar con rabia y en voz alta: ¿A que me importan esas picardías? ¿Qué tengo que ver con él ni con ella? Pero acabado de proferir tales palabras sintió las mejillas caldeadas por el llanto.

Sus sesenta años, su cabeza blanca como la nieve, su rostro bondadoso, su afable sonrisa y su mirada serena hacían exclamar a todo el mundo: ahí va un hombre de bien, un justo. Don Salvador había viajado mucho y leído mucho con provecho. Sus conocimientos eran tan generales que su conversación resultaba siempre instructiva y amena.

Entró en el establo y dió algunos pasos hacia ella. ¡Cuidado, señora, que es un animal muy torpe! Pero la condesa no hizo caso. Llegó hasta la vaca, la cual sacudió la cabeza y lanzó un resoplido con señales de susto. ¡Cuidado, señora, cuidado! volvió á exclamar Pedro.

Pero Soledad, en vez de responderle, se dirigió en voz alta y tono jocoso á sus amigas, que marchaban delante. Andad más vivito, hijas, que llevamos paso de procesión. ¿Queréis pasar la noche al fresco? Cayéronsele al guapo las alas del corazón. En su vida se había sentido tan triste. Aún tuvo fuerzas para exclamar: Vamos, Soledad, olvida mis faltas.

Aquella tarde no asistieron al Casino a la hora del café, como solían, ni Mesía, ni Ronzal, ni el capitán Bedoya ni el coronel Fulgosio. Lo cual notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizo exclamar en son de misterio: Señores, cuando yo digo que hay gato.... ¿Qué gato? preguntó don Frutos Redondo el americano.

Al llegar a París después de dos meses de medir la tierra con los pies, hubiera podido exclamar con más razón: ¡Qué corto es el año! A su vuelta, ¡qué de gentes lo esperaban, y se apiñaban a su alrededor para cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y se venía, de si era, en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánima que volvía sola!