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No lo crea usted. ¿Y usted qué dice, Ronzal? Yo... distingo... si el bajo es cantante.... Pero a no me vengan ustedes con música... ¿saben ustedes lo que yo digo? «Que la música es el ruido que menos me incomoda.... ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Además, para tenor ahí tenemos a Castelar... ¡ja! ¡ja! ¡ja!».

¿Pero qué sabe usted si consentía? No sabía nada. Y si ahora desafía al otro, será que descubrió algo.... O que se ha cansado de aguantar... O no habrá tal desafío. Toda la tarde se habló allí de lo mismo. Al obscurecer llegó Ronzal. Nadie se atrevió a interrogarle al principio.

Aún tuvo que beber una segunda copa, obsequio del gitano, y al fin, cortando en seco su raudal de ofrecimientos y zalamerías, cogió el ronzal de su nuevo caballo, y con ayuda del ágil Monote, montó en el desnudo lomo, saliendo á paso corto del ruidoso mercado. Iba satisfecho del animal: no había perdido el día.

¡Quién le hubiera dicho a Ronzal que él debía el verse diputado de la Comisión a una de estas sabias combinaciones!

No cabía duda, era la carcajada de Mesía. Estaba hablando con los señores del dominó en la sala contigua. Le acompañaban Paco Vegallana y don Frutos Redondo. Llegaron a donde estaba Ronzal. Este había vuelto a sentarse y se quejaba de que se le había enfriado el café, que tomaba a pequeños sorbos. Había hecho una seña a los del corro. Quería decir que callaba por pura discreción.

Sabía el odio que le consagraba el de Pernueces y la admiración de que este odio iba acompañada. Le divertía y le convenía la inquina de Ronzal, gran propagandista de la leyenda de que era Mesía el héroe; y aquella leyenda era muy útil, para muchas cosas.

Pasó el tiempo; murió el ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras, se trasladó a la capital y empezó a ser hombre político, no se sabe a punto fijo cómo ni por qué. Ello fue que de una mesa de colegio electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó a diputado provincial por Pernueces.

Y allá fué Monote otra vez, trotando y tirando del ronzal delante del pobre caballo, cada vez más aburrido de tantos paseos. ¡Qué meneo! ¿eh? dijo el gitano . ¡Si parece una marquesa en un baile! ¿Y eso vale para usted veinticinco duros?... Ni un chavo más repitió el testarudo. Monote... vuelve. Ya hay bastante.

Eso de que Madrid se quisiera imponer en todo, no lo toleraban en la bolsa de Ronzal. Se llegó en alguna ocasión a declarar que se despreciaba la comedia porque los madrileños la habían aplaudido mucho, y «en Vetusta no se admitían imposiciones de nadie», no se seguía un juicio hecho.

Ronzal, Trabuco, que admiró aquel sermón, dos meses después sacaba partido de las citas de Glocester en las discusiones del Casino, y decía: «Señores, lo que sostengo aquí y en todos los terrenos, es que si proclamamos la libertad de cultos y el matrimonio civil, pronto volveremos a la idolatría, y seremos como los antiguos egipcios, adoradores de Isis y Busilis; una gata y un perro según creo».