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Estas y otras calidades distinguían a Pepe Ronzal, a quien Joaquinito Orgaz tenía mucho miedo. Tal vez sabía el de Pernueces que Joaquín imitaba perfectamente sus disparates y manera de decirlos. Además, Ronzal aborrecía a don Álvaro Mesía y a cuantos le alababan y eran amigos suyos. Joaquín era uña y carne del Marquesito el hijo del marqués de Vegallana y este el amigo íntimo de don Álvaro.

Pepe Ronzal alias Trabuco, no se sabe por qué era natural de Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un ganadero rico, pudo hacer sus estudios, que ya se verá qué estudios fueron, en la capital. Aficionado al monte, como Vinculete al tresillo, desde la adolescencia, ni durante las vacaciones quería volver a Pernueces, ganoso de no perder ni unas judías. No pudo concluir la carrera.

Pasó el tiempo; murió el ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras, se trasladó a la capital y empezó a ser hombre político, no se sabe a punto fijo cómo ni por qué. Ello fue que de una mesa de colegio electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó a diputado provincial por Pernueces.

Sabía el odio que le consagraba el de Pernueces y la admiración de que este odio iba acompañada. Le divertía y le convenía la inquina de Ronzal, gran propagandista de la leyenda de que era Mesía el héroe; y aquella leyenda era muy útil, para muchas cosas.

Comprendió que todos habían interpretado lo mismo que él aquellas «ocupaciones». Eran ¡ay! cita de amor. «¡Tal vez con la Regentapensó el de Pernueces; y se prometió espiarlos. Don Álvaro Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz salieron juntos. El Marquesito comprendió que a don Álvaro le estorbaba Orgaz. Oye, Joaquín, ahora que me acuerdo ¿no sabes lo que pasa? dirás.

A reina va, y lo hago cuestión personal añadió envalentonado Trabuco, dándose un puñetazo en el pecho. Y el contrario, sin querer, le dejó otra casilla libre. Y así, de una en otra, jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en reina, y ganó el juego el enérgico diputado provincial de Pernueces.

Y eso del don Juan Tenorio vaya usted a decírselo a Mesía gritó Orgaz hijo desde la puerta, dispuesto a echar a correr si la pulla ponía fuera de al bárbaro de Pernueces. No hubo tal cosa. ¡Silencio! se atrevió a decir bajando la voz Joaquinito, sin dejar la puerta. ¿Cómo silencio? A nadie... ¡caballerito! Se oyó una carcajada sonora, retumbante, que heló la sangre del fogoso Ronzal.

Paco era de mediana estatura y cogido del brazo de su amigo parecía bajo, porque Mesía era más alto que el buen mozo de Pernueces. ¿A dónde vamos? preguntó Vegallana, queriendo provocar así la confidencia que esperaba. Don Álvaro se encogió de hombros. Puede ser que esté ella en mi casa. ¿Quién? Anita. ¡Bah! Don Álvaro sonrió, mirando con cariño paternal a Paco.

Ronzal parecía gallego cuando quería pronunciar en perfecto castellano. Mesía hablaba en francés, en italiano y un poco en inglés. El diputado por Pernueces tenía soberana envidia al Presidente del Casino. Ningún vetustense le parecía superior al hijo de su madre ni por el valor, ni por la elegancia ni por la fortuna con las damas, ni por el prestigio político, si se exceptuaba a don Álvaro.

A Frígilis le había disgustado que don Víctor, sin consultar con él, hubiese llamado a Ronzal. Quintanar creía en la energía del diputado por Pernueces y sabía que no estimaba a don Álvaro. Según el ex-magistrado, era un buen padrino. Error, según Frígilis. Lo peor fue que no hubo modo de disuadir a Quintanar. «¡Ni un día se ha de aplazar esto!