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El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos.

Según dichas impresiones, D. Acisclo estaba cada día más ancho y orgulloso de que su tertulia se hubiese hecho tan sabia y pareciese una Academia de ciencias; pero al mismo tiempo, andaba imaginativo y ensimismado, hablaba a solas, y se diría que en su mente se agitaba un enjambre de ideas, las cuales, como las abejas en la colmena, pugnaban por fabricar, en vez de panal melifluo, alguna resolución estupenda.

UNA VOZ TÍMIDA. ¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás? Por desgracia, esta institución arcaica no lo sabía aún, y nos dio... la antigua dirección de aquéllas. Y durante una semana entera la agencia estuvo dándonos, como si se burlase de nosotros, la misma antigua dirección.

Por lo pronto, allí le tenía para servirme en lo que quisiera mandarle... Nardo Cucón, el «Tarumbo», si lo quería más llano y conocido, porque así le llamaban de mote, no sabía por qué, pero era la pura verdad que no le ofendía... En fin, ya estaba cerrado el boquete...

Un hedor de tumba acompañaba la sonrisa de sus labios pintados. Miguel sabía quiénes eran por los relatos de Toledo. El coronel, admirador de las majestades caídas, aceptaba su conversación con melancólica deferencia. Una había sido amante de Víctor Manuel; otra más vieja recordaba entre suspiros los tiempos de Napoleón III y de Morny.

Sabía que al Vivero iban todos aquellos locos, Visitación, Obdulia, Paco, Mesía, a divertirse con demasiada libertad, a imitar muy a lo vivo los juegos infantiles. Ripamilán se lo había dicho varias veces.

En cuanto pisó el despacho del antiguo periodista las fuerzas le abandonaron por completo. Dejose caer en un diván, y los sollozos, largo tiempo comprimidos, estallaron, amenazando romperle el pecho. A los ojos de Rivera brotaron también las lágrimas y, sentándose al lado de su desdichado amigo, le dirigió tímidas palabras de consuelo. Bien sabía que para aquel dolor no había consuelo posible.

Ya sabía yo que Angelina me saldría al encuentro. Al llegar me la encontraba yo en la puerta, cariñosa, sonriente, como toda niña delante de aquél a quien ama, cuando sospecha que es amada. ¿Qué me trae usted? Lo más hermoso que pude hallar. La huérfana recibía las flores y corría a examinarlas.

Me sucede esto decía ella , y hablaba de sus irregularidades íntimas; ¿qué te parece que será? ¿Qué debo hacer? ¿Continuaré con tal medicamento o tendré que suspenderlo? Bonifacio palidecía, la saliva se le convertía en cola de pegar... ¿Qué sabía él?

Quiso partir el mismo día; pero los ruegos de su madre y de su abuelo le obligaron á aguardar dos más. El joven estudiante sabía, por las tradiciones de la familia, que su tío era hombre muy sabio, y se le había antojado que había de ser un gran liberal. No comprendía que un hombre muy sabio dejara de ser muy amante de la libertad.