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El P. Camorra estaba en su quinto cielo viendo tantas muchachas bonitas; se paraba, volvía la cabeza, le daba un empujon á Ben Zayb, castañeteaba con la lengua, juraba y decía: ¿Y esa, y esa, chupa-tintas? y de aquella, ¿qué me dices? En su contento se ponía á tutear á su amigo y adversario.

Cuando me ponía a pensar que había venido de los confines de occidente, para traer a una provincia china la abundancia de mis millones, y que, apenas llegué, fuí saqueado y apedreado, me agitaba un rencor sordo y pasaba horas enteras en mi cuarto, meditando venganzas horribles. Retirarme con mis millones era lo más práctico y fácil.

No hace más que llorar y pedirle celos.... ¡Qué más quiere ese monigotillo que verla humillada!... Si yo estuviera en su caso ¡ya le diría!... Le ponía en seguidita un armatoste en la cabeza que no cabía por esa puerta. La exaltación de su espíritu no le impedía engullir lindamente. Dios te lo pague, hija concluyó por decir levantándose . A ver si este corazón se está quieto un rato.

Hecho esto -que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia-, le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo.

Cuando se cree y se ama de veras se apetece el absurdo, se despoja el alma con placer de su facultad analítica y la deposita a los pies del objeto amado, como Santa Isabel ponía su corona ducal a los pies de la imagen de Jesús antes de orar. Era un caso de suicidio por ortodoxia mística.

A todo trance había de ser él quien desafiara al Duque primero, y ponía en prensa su no muy repleto cerebro, para buscar argumentos que lo hiciesen natural y lógico. Sólo después de larga discusión y quedando en que, si Gonzalo sucumbía o salía herido, él retaría al Duque, se dejó persuadir de malísima gana.

La lluvia continuó sin interrupción alegrando y reviviendo todo y cuando los tres amigos, ya casi de noche, tomaban asiento en el comedor se oyó ladrar los perros como si algo extraordinario ocurriera. ¿Qué sucede, José? preguntó Melchor al sirviente que ponía la sopa en la mesa. Debe andar gente, don Melchor, por como ladran... voy a ver.

Dicho esto, la coja le ponía suavemente la mano en la espalda, empujándola hacia adelante. En el patio tuvo que cogerla por un brazo, porque quería subir de nuevo. «Si no te hacen caso, estúpida le dijo , si no eres la que hablas sino el demonio que te anda dentro de la boca. Cállate ya por amor de Dios y no marees más».

Eran atraídos por el olor apetitoso y agradable de los pasteles, que corría por todo el rancho, y que al penetrar por la nariz ponía en juego las glándulas salivales y hacía caer los estómagos en sueños deleitosos y en éxtasis bucólicos.

Las dos hermanas, inclinadas y recogiéndose las faldas entre las piernas para evitar rozamientos con el suelo grasoso , contemplaban atentamente el degüello, contaban las convulsiones de la agonía y seguían las últimas gotas de sangre desde que asomaban a la herida, erizada de pelos coagulados, hasta que caían en una cazuela. Este trabajo ponía alegre a Nelet y excitaba su jocosidad brutal.