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Actualizado: 23 de mayo de 2025
D. Benigno hacía los imposibles por impedir que las lágrimas salieran de sus ojos, y ya miraba al lecho, sin dejar de atender con toda su alma a lo que Sola decía, ya estiraba los músculos de su cara, ya en fin ponía diques al llanto queriendo convertirlo en benévola risa. Por último, pudo más su emoción que su dignidad y se llevó la mano a los ojos.
Al cabo de un año don Luis, escogiendo con cautela las casas donde la llevaba, comenzó a presentarla en la titulada buena sociedad, con lo cual sus galas y tocados la preocuparon mucho más que antes la ropa de las santas imágenes: el gabinete lleno de primores y el lecho mullido le fueron más gratos que el frío dormitorio y la estrecha cama de colegiala; las flores que se ponía en el pelo cortadas por su mano en el jardincito de la casa, destronaron a los ramilletes de trapo de los altares; y para colmo de impiedad, la primer sinfonía de Mozart que oyó tocar sonó en sus oídos más grata que las letanías, salves y motetes.
Se dejó transcurrir por respeto un plazo de seis meses. Comenzaron al fin los preparativos de la boda. Sin embargo, hubo en ciertos instantes temor de que ésta zozobrase al tratarse la cuestión de intereses. La duquesa sólo ponía a disposición de su hijo una renta de treinta mil pesetas, que era lo que le correspondía por herencia de su padre.
Cuando no bastaba una explicación, ponía él la mano en el asunto y era cosa hecha.
Sólo sabía don Manuel que desde hacía algún tiempo el rostro de la niña estaba ensombrecido por alguna extraña tristeza que a menudo ponía en su mirada una revelación; y aquel destello misterioso llenaba de pesadumbre el alma del caballero. Hizo un esfuerzo por levantarse, y apoyado en el barandaje de hierro, le dijo: ¿Pero te da miedo de la nétigua?... No te asustes...; se fué ya.
Cansados de esta vigilancia que degeneraba en persecución y se interponía entre ellos como infranqueable obstáculo, Casporras y Rabosas acabaron por no buscarse, y hasta se huían cuando la casualidad les ponía frente a frente. Tal fue su deseo de aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales.
En lo que no han tenido que afanarse tanto los eruditos ingleses como los españoles, es en averiguar quiénes eran, de dónde procedían los personajes que ponía en acción su poeta.
Entonces, de repente, entre la espesa bruma de temores y perplejidades que envolvía la mente de Jacobo como una cerrazón del océano, paralizando su natural audacia, brotó un punto luminoso... El tío Frasquito era rico, influyente, tenía entrada en todas partes, y aquella ridícula aventura le ponía en su poder atado de pies y manos, dadas las femeniles manías del presumido viejo.
Prefería que su mujer fuese a pie o en coche de alquiler, a exponerse a la pérdida de una de ellas. No hay que decir, si alguna se ponía enferma, lo que pasaba por nuestro banquero. La preocupación, el abatimiento se pintaban en su semblante. Visitábala a menudo, la acariciaba, y no pocas veces ayudaba al cochero y al veterinario a las curas, aunque consistiesen en ponerle lavativas.
Un maestro célebre le cedió la espada y la muleta en pleno redondel de la plaza de Sevilla, y la muchedumbre enloqueció de entusiasmo viendo cómo echaba abajo de una sola estocada al primer toro «formal» que se le ponía delante.
Palabra del Dia
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