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Debía levantarse en seguida, dando por terminado el juego. Ya era hora. El banquero torció la cara y miró hacia arriba para reconocer la voz prudente que le daba consejos desde lo alto. «¡Ah, Su AltezaAcompañó este descubrimiento con una sonrisa de orgullo, satisfecho de que el príncipe Lubimoff hubiese presenciado la hazaña más grande de su vida. Y siguió tallando. Lubimoff se irritó.

Este diálogo rapidísimo en voz imperceptible fué observado por el duque, quien acercándose a Pinedo le preguntó con reserva y haciendo una seña expresiva: Diga usted, ¿Arbós y Pepa Frías?... Hace ya lo menos dos meses. La mirada que el banquero le echó entonces a la viuda no fué de la calidad de las anteriores. Era ahora más atenta, más respetuosa y profunda, quedándose después un poco pensativo.

El conde tropezó a los pocos pasos con Fernanda Estrada-Rosa que venía de bracero con una amiga. Por lo visto no había querido bailar. Era la joven que hacía más viso en la ciudad por su belleza y elegancia y por su dote. Hija única de D. Juan Estrada-Rosa, el más rico banquero y negociante de la provincia.

Pues tenga cuidado, D. Juan dijo Paco sonriendo maliciosamente, porque el día menos pensado se presenta en casa a pedirle la mano de Fernanda. No lo hará tal respondió el banquero. Demasiado sabe que le echaría por la escalera abajo. Con estos antecedentes el terrible humorista de Lancia marchaba sobre terreno seguro.

Mi familia no quiere nada conmigo y ni siquiera responde á mis cartas. Recibo mi modesta pensión por medio de un banquero. He roto por ti con mi pasado y tengo derecho á tu porvenir. Vignot, el ilustre compositor, entusiasmado por su voz y por su estilo quería ajustarla en la Ópera para interpretar el principal papel en su nueva obra.

El ayuda de cámara, con una confianza extemporánea y molesta para él, murmuró: Esperan á la señora marquesa... Les he dicho que el señor había salido. No añadió más el criado; pero la expresión maliciosa de sus pupilas le hizo adivinar que los que esperaban eran acreedores. El suicidio del banquero había dado fin al escaso crédito que aún gozaban los Torrebianca.

Precisamente, el banquero más rico de la ciudad, Sam Poetor, era pariente de mi compañero de camino, y en cuanto supo nuestra llegada, nos envió á buscar en su coche, hizo recoger nuestros equipajes en el hotel y de grado ó por fuerza nos instaló en su casa. Era el tal un solterón de cincuenta años, y rico como lo son los de aquel país, vivía como un príncipe sin privarse de ningún placer.

Recordaba las noticias que le habían dado aquella tarde en la Bolsa. La ruina era indudable. ¡Bien les había dejado el célebre banquero con su pretendida infalibilidad! Su principal, el señor Cuadros, podía tenerse por hombre al agua. En cuanto a él, daba por perdida una gran parte de su fortuna, y únicamente confiaba en los valores del Estado que por encargo suyo había adquirido el señor Morte.

Amparito, nunca te he visto tan enfadada, ni tan guapa tampoco.... Aquí está la invitación dijo sacando la cartera. Métela en ... exclamó la sultana con desprecio. Fué preciso que el banquero se humillase a rogarle que la aceptara. Al cabo de muchas súplicas se dignó tomarla. Bien; déjala ahí y vete al pasillo por haberme puesto tan nerviosa.

La mujer nombró á la esposa de Torrebianca, diciendo luego á su acompañante: Fíjese en sus joyas magníficas. Bien se conoce que á ella y al marido les ha costado poco trabajo el adquirirlas. Todos saben que las pagó un banquero. El hombre se creía mejor enterado. A me han dicho que esas joyas son falsas, tan falsas como las de nuestra poética condesa.