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La luna acababa de hundirse en su seno, dejando todavía en el horizonte una estela luminosa. Ninguna nube flotaba en aquel cielo de cristal. La brisa agitaba ya sus alas sutiles para despertar á la sultana. Velázquez, aunque de espíritu rudo, aspiró con delicia la gloria de aquella noche esplendorosa.

Que el talismán sagrado del ensueño, oculto en mi armadura de guerrero, hará un gigante de mi ser pequeño. Y en una gran batalla yo quisiera hacer del brazo un mástil altanero ¡para elevar al cielo tu bandera! Paseaba su gracia de sultana al múrice reflejo del Poniente, cuando en la luz de su mirada ardiente vi el paraiso de la vida humana.

Entretanto, la condición del tal Ben-Farding es llana y fácil por todo extremo; me trata como a su igual y camarada..." ¿Y la muchacha? prorrumpió el loco. La Sultana replicó algo amostazado el Sultán prosigue en su paroxismo, y yo aguardo tus infalibles recetas para verla en la completa posesión de su hechicero espíritu, de sus facultades casi sobrehumanas y de su celeste hermosura.

Lo mismo que para apreciar la salud es preciso haber estado enfermo, así para comprender ciertos problemas de la vida, hay que ir á leerlos á los azules desiertos, misteriosos y dilatados dominios que no se sujetan á más ley que á la de Dios, ni reconocen más soberanos que al gigante del día que deshace en perlas sus brumas, y á la tímida sultana de la noche, que muestra su influencia en esos misteriosos besos en que las ondas elevan hacia el á su espuma, cual si fueran los brazos del amante, que buscan á su amada.

El gallardo español y La gran Sultana son dos cuadros llenos de los más varios sucesos y animadas descripciones, que si bien á veces nos regocijan plenamente, no nos hacen olvidar que falta orden y concierto en la disposición y arreglo de sus partes.

La sultana de la Andalucía se entregaba al sueño debajo de su espléndido dosel de estrellas. Dentro de su recinto, no obstante, velaba siempre el amor. Hasta el amanecer podían verse en sus estrechas y misteriosas encrucijadas algunos galanes que, como yo, yacían inmóviles, con la frente pegada a alguna reja.

Y este soplo de aire cargado de perfumes, subiendo por la nariz al cerebro de los vecinos más inclinados a la poesía y a las dulces expansiones del corazón, se portaba como enemigo declarado del sosiego de los espíritus femeninos y perturbador de la paz de las familias. La villa dormía plácidamente como una sultana, recibiendo la caricia halagüeña de este soplo.

Los cortesanos se enamoraron del nombre de la enfermedad, y todos se decían: La Sultana tiene una catalexis.

Las cosas en tal punto, veo que aparece en la estancia Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, y prosternándose diez veces ante el Sultán, y tocando otras tantas la tierra con su frente, dijo: Príncipe de los creyentes, un loco que días ha vaga cantando y danzando por la ciudad, habrá una hora que en medio del estupor que ha causado la nueva de la catástrofe de la Sultana y del alboroto que ha movido el descubrimiento de su enfermedad, púsose de nuevo a bailar en el Zuc de los benimerines y en voz clara cantaba: A la Sultana nadie la cura, si no es el rey de la locura.

El magnífico cuanto peregrino espectáculo que ha herido la imaginación aun infantil de nuestra linda y tierna sultana, sálvela Alah, ¿no será explicación bastante para este desmayo o parasismo? ¿Pues estos sentimientos llevados al último punto por el placer de verse la noble esposa del más guerrero, generoso y amable de los sultanes y aquí añadía el orador una cáfila de alabanzas y epítetos, por supuesto sin mezcla de lisonja médica no es suficiente motivo para tal arrobamiento?