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Entrégase a los curas todo lo que existe en la iglesia por inventario, presenciando la entrega el corregidor, cabildo y administrador; tomando un tanto de dicho inventario firmado del cura, lo colocan en el archivo para poderle hacer cargo en todo tiempo.

-Dios los remedie -dijo el cura-, y estemos a la mira: veremos en lo que para esta máquina de disparates de tal caballero y de tal escudero, que parece que los forjaron a los dos en una mesma turquesa, y que las locuras del señor, sin las necedades del criado, no valían un ardite. -Así es -dijo el barbero-, y holgara mucho saber qué tratarán ahora los dos.

Cura de Longueval, , toda su vida no había sido otra cosa, nunca había soñado ni querido más que eso. Tres o cuatro veces le propusieron grandes curatos de cantón, con buena renta y uno o dos tenientes. Siempre había rehusado. El adoraba su pequeña iglesia, su pequeña aldea, su microscópico presbiterio.

Pero no hay quien se consagre a esta hermosa poesía popular, tan sencilla como bella, y además sería preciso que el pueblo la aceptase gustoso, para que se pudiera generalizar y perpetuar. Pero he ahí las once y media, dijo el cura al oir el alegre repique que anunciaba la misa de gallo. Si Vd. gusta, nos dirigiremos a la iglesia, que no tardará en llenarse de gente.

Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase adonde don Quijote estaba; al cual advirtieron que no dijese que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el toque de venir a ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a don Quijote la pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era menester por entonces su presencia.

El cura no sabía cómo concluir; pero miraba a la puerta, que había quedado de par en par. Como su mujer dormía a tales horas, Bonifacio no tuvo inconveniente en levantarse y cerrar la puerta de la estancia, pues no siendo Emma, nadie se atrevería a pedirle cuenta de aquellos tapujos.

A la hora de comer, Maximiliano habló del caso, describiendo la cura y haciendo augurios poco lisonjeros sobre la suerte de la enferma. «Tienes razón observó la viuda . Me parece que de este barquinazo no sale. ¡Pobre mujer! ¡Tener ese vicio! De veras lo siento, pues no hay otra como ella para correr alhajas».

En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda.

Al pasar junto al jardín de Páez, la luz de gas que brillaba entre las filigranas de hierro de la verja, en un globo de cristal opaco, le hizo ver su sombra de cura dibujada fantásticamente sobre la polvorienta carretera. Se avergonzó, testigo él mismo de sus locuras; y contuvo el paso. «Debo de estar borracho.

Luego quiso seducirla un cura, y se hizo escéptica. ¡Con qué poco se pierde la fe! ¡Bah! Aquello pasó... Ya tenía yo olvidado el Madrid de por la mañana. Lo mismo está hoy que cuando iba yo a la Universidad.