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Aprobó Miquis cumplidamente estas ideas y con toda energía excitó a su amigo a probar las escasas dulzuras de esta corta vida, ya que sin quererlo tenemos siempre entre los labios sus amarguras, y pues la ocasión de ser dichoso no se presenta siempre, aprovéchese cuando viene, que tiempo hay de sobra para privaciones, disgustos y penas.

¿De qué sirve que, perla de virginal pureza, luzcas en tu blancura la riqueza oriental, si toda tu hermosura, si toda tu belleza, en mortíferos hierros de sin igual dureza engastan los tiranos, gozándose en tu mal?

Habiendo asentido Julita con una docena de inclinaciones de cabeza, el chico comenzó a figurar que la comía los brazos, la cara, el pecho, las piernas, en fin, toda su diminuta persona. La niña se deshacía de gozo al verse devorada de tan gentil manera. ¿Te como más? Claro está. Julita deseaba que la comiese hasta no dejar rastro de ella.

Debajo de toda esta máquina se extendía en angosta superficie el seno de la dama, cuyas formas al exterior no podría apreciar en la época de nuestra historia el más experimentado geómetra, y más abajo la otra máquina de su talle y cuerpo, inaccesible también á la inducción; máquina que á fuerza de ataques nerviosos había llegado á la más completa morosidad. Cubríala un luengo traje negro.

Esto fué el tema constante de mis meditaciones en los primeros días, pero luego puse toda mi atención en la belleza de los campos de Villaverde, en las puestas de sol, en la galanura de mis poetas favoritos, en las visitas de mi maltrecha musa, en el amor de Angelina. ¡Mente maldita la mía, tan divagada e inestable, inquieta como una giraldilla, encariñada con todas las cosas inútiles y frívolas!

En este tiempo vino a don Diego una carta de su padre, en cuyo pliego venía otra de un tío mío llamado Alonso Ramplón, hombre allegado a toda virtud y muy conocido en Segovia por lo que era allegado a la justicia, pues cuantas allí se habían hecho de cuarenta años a esta parte, han pasado por sus manos.

Bailaron la muchacha y el panadero toda la tarde con gran entusiasmo. Carlos esperó a que la Ignacia se encontrara sola y la insultó y la echó en cara su coquetería y su falsedad. La muchacha, que no tenía gran inclinación por Carlos, al verle tan violento cobró por él desvío y miedo.

Luchando toda su vida contra infinitos obstáculos había logrado reunir un puñado de oro. Este oro le servía ahora para alimentar a algunos miles de obreros. Era su mayor satisfacción. En aquel instante, al destaparse algunas botellas de champagne, se oyeron en la mina algunas detonaciones estruendosas que hicieron empalidecer a los comensales.

Y él oía, y no ya en secreto, no ya en sueño, sino con toda claridad, en plena luz. Un día, errando por la misma montaña donde había servido de guía a su nueva hermana, se encontró delante de la capillita que ella no había podido abrir con su débil mano. La puerta estaba cerrada, como entonces. El joven se detuvo tembloroso; sus pestañas se agitaban sobre los ardientes ojos.

Iba presa de una emoción indefinible, murmurando incesantemente: «calle de la Pasión... una casita baja, de revoque amarillo... que hace esquina...» Atravesaron la calle de Toledo, entraron en la de los Estudios, anduvieron toda la del Cuervo y, al llegar a la Plazuela del Rastro, preguntó Paz a una mujer dónde estaba la Ribera de Curtidores, con propósito de seguir adelante, hasta encontrar la esquina de la calle de la Pasión.