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Fija una hora de la noche, para que cada enamorado celebre una entrevista con su amada. Pero todos son engañados: el infiel Florencio se encuentra con Lisena, en vez de la otra dama; la supuesta hermana de Florencio se ve en los brazos de aquél á quien había abandonado, y los demás pretendientes, cada uno por su estilo, se encuentran también burlados.

Alguna de Lancia, seguro, que vendría a hacerle una visita. Y ¿por qué se viene de lejos a visitar a un sacerdote no siendo su madre, o su hermana o su deuda? ¿No sabe esa señora que la fama de los sacerdotes es muy delicada y cualquier cosa la quiebra?

El reverso de su hermana Carlota, tan redondita, tan sosegada, de una pasta tan excelente que no había medio de alterarla. No era bella, al decir de los inteligentes; su nariz no estaba bien modelada; los labios eran demasiado gruesos.

Me sentaré aquí y revisaré la lista de regalos, a ver si se me queda alguno. ¡Ah!, conviene no olvidar las mantas. La hermana de Morris se enfadará si no le llevo algo de mucho carácter...». La idea de las mantas llevó a su mente, por encadenamiento, el recuerdo de algo que había visto aquella tarde.

Nunca más quise jugar al billar con él; y eso que llegó a ofrecerme el mísero cuatro rayas. ¡Cuatro rayas a mi, que, dando un trallazo, me salen palos por todos lados! En cambio, me sentí más inclinado desde entonces al malagueño, o para hablar más propiamente, me fue menos antipático. Después de todo, si a él le gustaba también la hermana, nuestra desgracia era común.

No quiero que él la vea. Escúcheme atentamente, señora. Estoy aún muy débil, pero encontraré las fuerzas de las leonas para defender mi felicidad. No es que yo dude de él: es bueno, me quiere como a una hermana y no tardará en quererme como a esposa. Pero no quiero que su corazón se desgarre entre lo pasado y lo porvenir. Sería odioso obligarle a elegir entre nosotras.

La hermosa dama que acaba de entrar en la casa es la esposa de este banquero, y hermana política, por lo tanto, de la señora de Calderón.

Pero al llegar a casa y sentir en el cuello los brazos de su madre, de Carmen y hasta de su hermana, así como el contacto de todos los sobrinillos, que se cogían a sus piernas, el espada sintió desvanecerse esta tristeza. «¡Mardita sea!...» Lo importante era vivir; que la familia permaneciese tranquila; ganar el dinero del público como otros toreros, sin audacias que un día u otro conducen a la muerte.

En otras circunstancias, Raimundo, que ya no tenía más vínculo en España que su hermana, quizá se hubiera decidido a emigrar con ella. Más ahora, enloquecido por el amor, encontró tan absurda la proposición que no pudo menos de sonreír con cierta lástima al rechazarla cortésmente, como si fuese un millonario o un hombre colocado en la cima de la sociedad española.

Del sillón a la cama y de la cama al sillón: era todo lo que andaba con trabajo. Moralmente también se hallaba privada de movimiento, falta del impulso protector que le prestaba su hermana. Desde que ésta bajara al sepulcro, no tenía ya quien la sujetase. Esto, lejos de alegrarla, la sumía en una melancolía profunda.