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No me dejó hasta la puerta y me prometió enterarse de todo, «porque sacar algo de estaba visto que era imposible». Tomé, al fin, el camino de la calle de Argote de Molina. Según me acercaba a ella, se iba desvaneciendo la negra bruma de odio y de tedio que la desvergüenza del malagueño y la fatuidad de la de Anguita habían echado en mi espíritu.

La hermana sonrió, dejando ver aquellas filas de dientes blancos y menudos que me hechizaban. Y volvió a cantar: A mi suegra, de coraje le he echao una maldisión, que se la pierda su hijo y que me le encuentre yo. ¡Eso, mi niña! exclamó el desfachatado malagueño. Yo le eché una mirada atravesada y rencorosa, y dije por decir algo: Son peteneras, ¿verdad?

Debo confesar que allá, en el fondo, el disgusto se mezclaba con la satisfacción de advertir que la graciosa hermana sólo pasajeramente había impresionado su corazón. Pasaron los días, y llegó el de mi marcha. El malagueño se había ido el anterior para su tierra. Yo, en vez de irme a Madrid, tomé el tren de Sevilla.

Se ha portado mejor de lo que podía esperarse. Si no lo ha dicho, lo dirá manifesté con mal humor, producido por oírle llamar al malagueño por su nombre de pila, lo cual me parecía ya una infidelidad. ¡Pues que lo diga! Me enteré de la edad que tenía, diecinueve años cumplidos, y propúseme consultar a algún abogado para saber si podría casarme contra la voluntad de su madre.

Llegó a parecerme que lo que me habían concedido había sido por pura merced y bondad, y que era natural privarme ahora de lo que no merecía. Hacia Gloria, dando por supuesto que me había engañado, no sentía rencor alguno. El malagueño seguía inspirándome aversión y repugnancia, pero no deseaba vengarme de él.

Sin estorbo alguno, con igual seguridad y placidez que antes, proseguimos nuestros coloquios nocturnos a la reja. Yo estaba algunas veces inquieto, sin embargo, imaginando que la hora menos pensada una delación del malagueño podría concluir con ellos. Su mismo silencio me daba miedo, haciéndome pensar en terribles asechanzas. Pero Gloria no sentía preocupación alguna.

Nunca más quise jugar al billar con él; y eso que llegó a ofrecerme el mísero cuatro rayas. ¡Cuatro rayas a mi, que, dando un trallazo, me salen palos por todos lados! En cambio, me sentí más inclinado desde entonces al malagueño, o para hablar más propiamente, me fue menos antipático. Después de todo, si a él le gustaba también la hermana, nuestra desgracia era común.

Pero aún es mayor mi gratitud hacia el apasionado D. Pepito, que, por no comprometerme, ha fingido que era novio de Isabel, y hacia mi propia hija política, que ha renunciado a su amor por D. Ambrosio y ha dicho que era novia del joven malagueño. Ambos han consumado un doble sacrificio para que yo no pierda mi tranquilidad ni mi crédito. Ayer se casaron y se fueron en seguida para esa ciudad.

Pues, amigo Suárez dije echándole el brazo por encima del hombro, en un rapto de expansión, todavía puede remediarse todo. El malagueño volvió hacia la cabeza un poco sorprendido. Aún puede remediarse, porque la hermana no parece muy dispuesta a consagrarse a Dios por toda la vida. ¿De veras? preguntó con acento indefinible, sonriendo como a la fuerza.

Un suceso inesperado vino a sacudir el letargo y aburrimiento que la tertulia me causaba. Daniel Suárez, el odioso malagueño que me había inspirado tantos recelos y que aún me los inspiraba, fue presentado a las de Anguita por un pollastre en que no me había fijado. Esto no tenía nada de particular. Por aquella tertulia pasaban todos los forasteros, como habían pasado ya todos los naturales. Sin embargo, me produjo cierta emoción y, ¿por qué no decirlo?, bastante malestar. Disimulé cuanto pude, mostrándome afable.