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Actualizado: 27 de junio de 2025


Hecho otro viaje de exploración por las cercanías de la sala y cerradas herméticamente todas las puertas, Suárez comenzó a rasguear la guitarra. Hubo un momento de ansiedad. Las dos bailadoras se habían puesto una frente a otra y se miraban sonrientes; la hermana María de la Luz con la cabeza baja y ruborizada hasta las orejas; su prima con los brazos en jarras, un poco pálida, los labios secos, acentuaba el leve estrabismo de sus hermosos ojos negros aterciopelados. A me daba saltos el corazón de puro anhelo. El malagueño alzó un poco la voz cantando una seguidilla. De pronto los cuatro pares de palillos chasquearon con brío, las bailadoras abrieron los brazos y avanzaron una hacia otra y se alejaron inmediatamente, levantando primero una pierna, después otra a compás y con extremado donaire. Mis ojos de enamorado percibieron por encima de la tosca estameña el bulto adorable del muslo de la hermana San Sulpicio. Siguieron una serie de movimientos y pasos, ajustados todos al son de la guitarra y de las castañuelas, que no cesaban un instante de chasquear con redoble alegre y estrepitoso. El cuerpo de las dos primas tan pronto se erguía como se doblaba, inclinándose a un lado y a otro con movimientos contrarios de cabeza y de brazos.

Maltrana, desde su sillón de lona, vio acurrucados a la redonda, con la mandíbula entre las manos, a todos los admiradores del Morenito, lo mismo que una tribu de guerreros en Consejo. El malagueño hablaba con la boca torcida, expeliendo las palabras por una de sus comisuras, para hacer sentir al auditorio toda la grandeza de su bondad de maestro.

Pero mis oídos estaban más atentos a la plática del malagueño y la hermana, y observé con rabia que aquél la requebraba descaradamente con una volubilidad y una gracia que, lo confieso ingenuamente, estaba yo muy lejos de poseer.

Pero el malagueño vino a muy risueño y se sentó también al lado de la de Anguita, y le dijo con una rudeza que todos se autorizaban con aquellas jóvenes, y él, por su carácter, con más razón: ¿Para qué me perzigue usted a este gachó, si ya está amartelaíto perdío por otra niña zevillana? ¿De veras está usted enamorado, Sanjurjo? me preguntó Joaquinita, visiblemente contrariada.

Propúseme, pues, tan pronto como llegase el día, poner en práctica los medios para deshacer la intriga que, sin duda, había tramado el malagueño contra . Comenzó a pesarme de no haberle dado una buena «pateadura»; pero se la prometí para la primera ocasión que se presentase.

Otra vez cantó: Por Dios te lo pido, niña, y te lo pido llorando, ¡Cristo de la Espirasión! que no le cuentes a nadie lo que a mi me está pasando. Todos palmotearon fuertemente, menos yo, a quien ahogaba la emoción. La madre Florentina exclamó: ¡Vaya, basta de locuras! Pueden enterarse los de fuera, y sería muy feo. Ahora me toca a , madre dijo el malagueño tomando la guitarra.

Pues ya está usted arrancándose, hermanita dijo el malagueño presentándole al mismo tiempo la guitarra. ¡Quite usted allá, hombre de Dios! respondió la monja riendo y rechazándola. ¿Quiere que yo la acompañe entonces? Vamos, hermana, déjese usted oír dijimos casi al mismo tiempo D. Nemesio, el sabio fondista y yo.

Y tenía razón, porque supo tan bien manifestar su desdén, que a ninguno de la partida se le ocultó la vergonzosa derrota del malagueño. Volvió a quedar silenciosa mi dueña, y volvió a dirigirme rápidas miradas y a sonreír, esta vez con malicia. Te he visto me dijo al cabo pasear de noche por mi calle. ¿? ¿Cuándo?

Puesta la conversación en este terreno de franqueza un poco ruda, seguimos platicando amigablemente mientras dábamos vueltas por la galería. Mi compañero era un malagueño tan cerrado, como lo era sevillana la hermana San Sulpicio. Hablaba de la zeda, mientras ésta hablaba de la ese.

A Gloria le sorprendía un poco aquella repentina intimidad; pero no hacía gran caso de ella. En el fondo, el malagueño le era por completo indiferente. Este convencimiento, que recabé de mis observaciones, fue lo que más contribuyó, como puede suponerse, a que se borrase mi antipatía. Daniel era un compañero malévolo, a quien no se podía profesar estimación, pero ameno.

Palabra del Dia

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