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-No ha menester nada deso mi señora, señor caballero -dijo a este punto Maritornes. -Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? -respondió don Quijote.

La dueña Rodríguez clamaba llorosa: Yo no soy fantasma, ni visión, ni alma del purgatorio, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la duquesa, y vengo a inculparos de vuestra sátira contra todas las dueñas, encarnadas en vuestra falsa y mentirosa Dueña Dolorida!...

Me dirijo al mulatillo de cara canalla que está fabricando un whysky-coktail y le pregunto con quién me entiendo para obtener cuarto. El infame zambo, sin quitarse el pucho de la jeta, me contesta, en inglés, a pesar de ser panameño, que arriba está la dueña y que con ella me entenderé.

Aburrido, y no dándose cuenta aún de la causa del abandono en que le dejaba la dueña de la casa, se instaló en un sillón, é inmediatamente oyó que hablaban á sus espaldas. No eran las dos señoras de poco antes. Un hombre y una mujer sentados en un diván murmuraban lo mismo que la otra pareja maldiciente, como si todos en aquella fiesta no pudieran hacer otra cosa apenas formaban grupo aparte.

Tenía la seguridad, por mi parte, de que me estaba enterando de la conversación; pero así y todo, hubiera querido, por muchas razones, escucharla desde más cerca. La dueña de la casa me facilitó un medio, ofreciéndome un asiento para jugar al whist. No soy muy fuerte en el whist; lo juego bastante mal, y pierdo casi siempre, siendo causa esto último de que cada día le tenga más afición.

Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos los verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á la naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los capitalistas, silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de la suerte del mundo.

El palacio del barrio de Monceau había sufrido una transformación interior que representaba un gasto de millones. Su dueña dedicaba á esto todo su tiempo.

Todos los hombres le dirán que sus salones son los más agradables de París, aun cuando no se encuentre a otra mujer que a la dueña de la casa. Pero Honorina se multiplica. El conde se apasionó por ella, llevado del mismo espíritu de emulación que perdió al pobre Chermidy.

Ayudaban a la dueña de la casa en la rebusca del género, y además el carro de ésta le traía el saco al regresar de Madrid. El tenía buenos parroquianos. Desde su juventud explotaba una de las mejores calles, toda ella de señorío que comía bien. Con las sobras podía engordar como un fraile, si le gustase comer.

Una vez dueña la vanguardia de esta posición, podría esperar tranquilamente a que llegase la Virgen.