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Blanca, sin embargo, después de los primeros meses, parecía hastiada ya de los cuidados maternos. Hacía tres meses que no iba a bailes y que no hacía su partida de whist con los amigos de su padre. ¡Era triste la vida así! Esa vida de familia, el bebé que llora de noche, que pide inconsideradamente el sacrificio de las mejores horas de sueño: ¡Oh, qué vida tan insoportable!

La esposa de éste y el subinspector se quedaron contemplando el juego y aguardando el momento en que alguno de los dos pudiese tomar parte en él; de suerte que la viuda y su interlocutor, gracias a la preocupación de los jugadores de whist, se quedaron en el canapé tan aislados como pudieran estarlo en el fondo de un bosque.

Por la tarde hubo mucha gente en el castillo: toda la buena sociedad de Pau y sus alrededores. Cecilia hacía los honores de la casa con una gracia y una naturalidad admirables; se ocupaba de todos, excepto de Enrique, a quien sólo de vez en cuando daba algunas órdenes para que arreglara las mesas de juego. Hiciéronme jugar al whist con tres personajes de la comarca.

En seguida vinieron las partidas de los naipes con la mala suerte tradicional de la tía Kimble para hacer parejas; después la irascibilidad del tío Kimble a propósito del «trick» en el «whist». Cuando no estaba de su parte, no se lo explicaba sin hacer una inspección general de todas las bazas para asegurarse de que habían sido hechas de acuerdo con los verdaderos principios.

Era también la hora en que el squire prefería hablar en voz alta, repartir rapé y palmear las espaldas de los invitados a seguir sentado frente a la mesa de «whist». Esta preferencia exasperaba al tío Kimble que, estando siempre alegre en las horas de los negocios serios, se ponía grave y hasta violento cuando se trataba de jugar y beber aguardiente.

Tenía la seguridad, por mi parte, de que me estaba enterando de la conversación; pero así y todo, hubiera querido, por muchas razones, escucharla desde más cerca. La dueña de la casa me facilitó un medio, ofreciéndome un asiento para jugar al whist. No soy muy fuerte en el whist; lo juego bastante mal, y pierdo casi siempre, siendo causa esto último de que cada día le tenga más afición.

¿Y la duquesa sabe algo? No, no cómo decírselo... Quería preguntárselo a Honorina... ¡Ea! ¡Que se vaya al diablo Honorina! Es lo que yo digo. Llamaron al barón para el whist y respondió, sin levantarse, que estaba ocupado, rogando a un amigo que tomase su puesto. Quería acabar la confesión, pero el duque le interrumpió diciéndole con voz ronca: Tengo hambre. Aun no he comido hoy. ¿De veras?

La mesa del círculo le restableció insensiblemente, por más que no se privaba de nada. El incentivo del juego le retenía bajo la férula de su protector. Los abonados del club jugaban al whist y al écarté con un cierto atrevimiento, pero sin intemperancia; rara vez se pasaba de un luis por puesta; no era, pues, una distracción peligrosa para un millonario.

La conozco desde hace mucho tiempo y unas veces hemos estado en buenas relaciones y otras reñidos. Ahora quiere tentarme... ¡como si no! ¡Adiós, querido doctor! El señor Le Bris se levantó de la silla. El duque le retuvo por la mano. Fíjese usted en que lo que hago es heroico. ¿Usted no ha sido jugador? ¿Conoce usted las cartas? Juego al whist. Entonces no es usted jugador.

Montaba a caballo todos los días y frecuentaba el juego de pelota; por la noche asistía a uno de los teatros de ópera y luego hacía su partida de whist en el club.