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La velada estuvo saturada de efusión. ¡Tenía Magdalena tantas cosas que referirnos! Había contemplado hermosos paisajes, había admirado toda clase de novedades, de costumbres, de ideas, de trajes. Hablaba revelando el desorden en la memoria abarrotada de recuerdos tumultuosos con la volubilidad de un alma impaciente por referir en algunos minutos una multitud de adquisiciones hechas en dos meses.

Aquellos viajes eran de meses y los nuestros son de días; pero representan lo mismo, pues nosotros vivimos y sentimos con mayor velocidad que nuestros abuelos... No pase usted cuidado: recobraré mi cordura al llegar al último puerto, y todos harán lo mismo. Tal vez por eso dice usted que las amistades hechas en un buque rara vez se prolongan en tierra.

Ahora, la parda estepa, al salir de las brumas algodonosas del amanecer, palpitaba con nueva vida. Miles y miles de hombres estaban acampados en torno de la ciudad. Había nuevas poblaciones hechas de lona, calles rectangulares de tiendas, ciudades de barracas de madera, construcciones enormes como iglesias, cuyas paredes de lienzo temblaban bajo las ráfagas.

Adviértelo en tu casa del modo menos estrepitoso que puedas, y hazme el favor de mandar que venga un cura para confesarme... y por si no tengo tiempo para advertírtelo después..., escúchame ahora unos instantes... A pesar de las sangrías espantosas hechas a mi bolsillo por tu madre, todavía os dejo una gran fortuna, como veréis por el testamento cerrado, cuya copia hallaréis en mi pupitre.

Allí vide las fuerzas derribadas, Las torres y los altos edificios; Allí vide las casas derrocadas, Y sacadas las puertas de los quicios: Por madera en el fuego son quemadas, Y tuvieron por grandes beneficios Los que enhiestas en pié hallan sus casas, Porque las mas estaban hechas brasas.

Rafaela, en verdad, hacía involuntariamente que las deseara el Vizconde, porque estaba más guapa y más interesante que nunca. Hechas en lo interior de su espíritu todas estas consideraciones y forjando mil propósitos vagos, el Vizconde, después de preguntar a Rafaela las señas de su casa, insinuó la pretensión de no ir sólo a dejarle tarjeta, sino de hallar a Rafaela y de ser recibido.

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. -Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.

A poco rato vio la lavandera que del seno diáfano del agua salían tres mancebos tan lindos, bien formados y blancos, que parecían estatuas peregrinas hechas por mano maestra, con mármol teñido de rosas.

Sus manos finas, transparentes y monjiles, que parecían hechas para tejerse en los éxtasis y para filigranar ofrendas de vírgenes y capas pluviales; sus manos, finas y transparentes, eran doctas en los secretos del amor mundano. Cuando yo la conocí, tenía la desolada belleza de las ruinas.

Ya había presentido ella en su solitaria tribuna que todo eran mentiras, convencionalismos, frases hechas; que el único que hablaba allí con la firmeza de la virtud, era aquel viejecito, al que contemplaba con veneración por haber sido de los ídolos de su padre. Rafael se sentía avergonzado.