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Dentro de la caja vetusta y crujiente se alejaban sus esperanzas, la razón de ser de su vida. ¡Y así eran en realidad las grandes separaciones, los hondos dolores: sin palabras sonoras, sin frases elocuentes; completamente distintas de como se ven en los teatros y en los libros!...

Y por arte admirable, Trini se expresa sin frases alambicadas y sin tiquis miquis primorosos, en el habla llana y vulgar de una mujer del pueblo.

La luna iluminaba los objetos como un sol de invierno. El silencio añadía al espectáculo un encanto dulce y solemne. Las ruinas de Pompeya no tienen la grandeza aplastante de esos monumentos romanos que inspiraron tan largas frases a madama de Staël. Son los restos de una ciudad de diez mil habitantes; los edificios privados y públicos tienen una fisonomía provinciana.

Para el jugador, D.ª Feliciana era un ser despreciable, como todos los de la creación, pero que le comprendía, alcanzando el valor de sus frases. En muchas ocasiones, pues, y cuando se enredaba en los pliegues de un humorismo harto sutil, Paco se veía en la necesidad de hablar sólo para doña Feliciana.

En aquel sombrío palacio habitaba un hombre misterioso de quien se contaban vagamente mil extrañas historias, a quien se atribuían además ideas y frases escandalosas contra la religión y sus ministros. El joven clérigo apenas le conocía. D. Álvaro Montesinos había pasado casi toda su vida en Madrid. Hacía dos o tres años solamente que había venido a establecerse a Peñascosa.

Supla esta bella estrofa las frases que yo no encuentro para pintar la desolación de aquella escena. ¡Se lloraba al padre, al esposo, al hijo, que se iban, quizá para siempre; pero que, al irse, se llevaban el pan de los que se quedaban!

Les enseñaban una porción de términos y frases que no conocían, y se ponían al tanto, aunque fuese de un modo superficial, de ciertos problemas de la vida, enteramente cerrados para ellos... ¡Lástima que la afición al billar les impidiese escucharlas siempre! El estado de agitación y de cólera en que salió don Rosendo del Saloncillo, no puede ponderarse.

Una de aquellas noches de los dúos forzosamente castos, con reservas mentales, abrió ella la puerta, pasó él, y sentados en el sofá lo más cerca que permitían el pudor y el respeto, comenzaron la cantata mil y tantos diciéndose esas eternas frases juntamente dulzonas, picarescas, inocentes, maliciosas, arteras, ingenuas, sinceras y mentidas, muchas veces estúpidas, pero siempre gratas, con que se entretienen y engañan los amantes mientras se prepara la catástrofe del drama a que la Providencia les tiene predestinados.

Tomando un tono hueco, hacía pasar por sus labios todas las palabras retumbantes, todas las frases obscuras de la fraseología científica, y las intercalaba de paradojas de su propia cosecha, graciosas y originales. Aún hoy, que es un hombre de saber sólido, no ha perdido Miquis aquellas mañas, y nos divierte con sus chuscas habladurías.

Tuya para siempre. Y él, sujetándola las manos, selló el desposorio con un beso más dulce que la mejor palabra. Después se separaron, sin más frases ni promesas, seguros del porvenir, dejándose cada cual su albedrío cautivo en la voluntad del otro.