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Ambos estuvieron callados un mediano rato. ¿Creía Jacinta aquellas cosas, o aparentaba creerlas como Sancho las bolas que D. Quijote le contó de la cueva de Montesinos? Lo último que Juan dijo fue esto: «Ahora juzga como te parezca bien lo que acabo de confesarte, y compara lo bueno que hay en ello con lo malo que habrá también. Yo me entrego a ti».

Y ¿es posible que hombre que sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien, ello dirá. Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía.

En resolución, éste fue el fin de la aventura de la dueña Dolorida, que dio que reír a los duques, no sólo aquel tiempo, sino el de toda su vida, y que contar a Sancho siglos, si los viviera; y, llegándose don Quijote a Sancho, al oído le dijo: -Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a lo que vi en la cueva de Montesinos; y no os digo más.

Pocos eran los que conocían allí a la esposa de Montesinos, aunque nadie ignoraba los incidentes del drama conyugal que había retraído al mayorazgo a Peñascosa. Pero lo que en los extraños era pura curiosidad, en la buena de doña Eloisa se ofreció, como es lógico, con la apariencia de viva y honda emoción.

Y cuando hubo dado dos o tres pasos, sin volverse dijo: ¡Y que aproveche! La esposa de Montesinos levantó la cabeza y clavó en el P. Gil una mirada de estupor y curiosidad. ¿Qué es eso? El sacerdote, rojo de vergüenza y de indignación, alzó los hombros en señal de ignorancia y echó a andar hacia el caserón de Montesinos.

La sotana del clérigo, las enaguas de la joven tremolaron: les costaba trabajo avanzar. Por fin alcanzaron el gran portal de Montesinos. Se limpiaron el rostro con el pañuelo y repusieron el desorden de sus vestidos. El P. Gil volvió a dirigir una mirada curiosa y escrutadora a la oscura puerta en cuya cima ardía siempre la lamparita de aceite.

Díjome Montesinos como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza.

Las ideas de la Vida de Jesús y las que había oído a Montesinos bullían confusamente en su cerebro, y no se calmarían repentinamente por un esfuerzo de la voluntad. ¿Por qué no había de ahondar en el examen de los orígenes de la religión cristiana? ¿Por qué no había de conocer hasta en sus últimos pormenores los datos de la discusión, a fin de confundir, de pulverizar a cualquier racionalista que se le presentase, por sabio que fuera?

Quise saber quién era, y me detuve un poco cerca del farol, ocultándome detrás del quicio de una puerta. Era Joaquinita, sin duda alguna. Esperé un poco y los seguí con la vista hasta que entraron en casa de Montesinos. Pero ¿usted la conoce bien? preguntó el P. Narciso. Lo mismo que a usted.

Capítulo XXIII. De las admirables cosas que el estremado don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa