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«Lo primero es que le lavemos». No se va a dejar indicó Jacinta . Este no ha visto nunca el agua. Vamos, arriba. Subiéronle, y que quieras que no, le despojaron de los pingajos que vestía y trajeron un gran barreño de agua.

Estaba como asustado y clavaba en la señora las estrellas de sus ojos. Jacinta había visto ojos lindos, pero como aquellos no los había visto nunca. Eran como los del Niño Dios pintado por Murillo. «Ven, ven» le dijo llamándole con ese movimiento de las dos manos que había aprendido de las madres.

Naturalmente decía Ido a cada instante, echando ansiosas miradas en redondo por ver si aparecía la chuleta. Jacinta entró con un plato en la mano. Tras ella vino Blas con el mismo velador en que había almorzado el señorito, un cubierto, servilleta, panecillo, copa y botella de vino.

Ya decidirían. Cosas muy crueles había de oír Jacinta aquel día, pero de cuanto oyó nada le causara tanto asombro y descorazonamiento como estas palabras que Barbarita le dijo al oído: «Baldomero está incomodado con tu bromazo. Juan le habló claro. No hay tal hijo ni a cien mil leguas.

Irían juntas a la calle de Mira el Río, porque Jacinta tenía un interés particular en socorrer a la familia de aquel pasmarote que hace las suscriciones. «Ya le contaré a usted; tenemos que hablar largo». Ambas estuvieron de cuchicheo un buen cuarto de hora, hasta que vieron aparecer a Barbarita. «Hija, por Dios, ve allá. Hace un rato que te está llamando. No te separes de él.

Contole su mujer lo que había visto aquel día, recordando con feliz memoria todos los pormenores. La visita de Jacinta fue omitida discretamente.

¡Cicatero! repitió Jacinta . ¡Negarle tres o cuatro mil tristes duros para acabar el piso...!, ¡un hombre que no tiene hijos, que está nadando en dinero! ¡Usted que antes era tan bueno, tan caritativo...! Es que me he vuelto protestante, hereje, y me voy a volver judío, a ver si esta calamidad me deja en paz.

No hay que darle vueltas; somos una raza inhábil hasta no poder más». Don Baldomero decía con acento de tristeza una cosa muy sensata: «¡Si D. Juan Prim viviera...!». Juan y Samaniego se apartaron del corrillo y charlaban con Jacinta y doña Bárbara, tratando de quitarles el miedo. No habría tiros, ni jarana... no sería preciso hacer provisiones... ¡Ah! Barbarita soñaba ya con hacer provisiones.

A su hijo le llevaba regalitos sin fin, corbatas que no usaba, botonaduras que no se ponía nunca. Jacinta recibía con gozo lo que su suegra llevaba para ella, y lo iba trasmitiendo a sus hermanas solteras y casadas, menos ciertas cosas cuyo traspaso no le permitían. Por la ropa blanca y por la mantelería tenía la señora de Santa Cruz verdadera pasión.

También hay en esta comedia escenas burlescas, en que figuran dos jardineros, un criado de Aquilano y una criada de Feliciana. La composición de La Jacinta es mucho más sencilla. Divina, dueña de un castillo cerca de Roma, ha ordenado á sus servidores, para distraer sus ocios, que detengan á los caminantes que pasen por él, y los lleven á su presencia.