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Pero como no consiguió nada, como Anita le pedía con las manos en cruz que la dejasen en paz, tranquila en su caserón, Crespo resolvió divertir a su pobre amiga en su misma casa. «¡Si él pudiera hacer que se aficionara a los árboles y a las flores!». Por ensayar nada se perdía. Ensayó.

Vivía en un enorme caserón cercano a las Escuelas Pías; figuraba entre los primeros fabricantes de seda, y más de doscientos telares trabajaban para él, elaborando piezas de seda rayada, vistosa y sólida, y pañuelos de brillantes colores, que eran enviados a las más apartadas provincias de España y hasta la misma América, cosa que asombraba y producía cierto temor respetuoso entre el comercio a la antigua.

Vivía el Conde con su madre, pero en un enorme caserón, donde gozaba de completa independencia. Así es que recibía amigos y visitas de varias clases sin que su madre, ni por acaso, tuviese que tropezar con ellas ni darse por entendida de nada. La Condesa, sin embargo, no ignoraba la vida frívola y harto disipada de su hijo.

Vivían «amontonados» palabras de las vecinas , sin que esta situación irregular produjese el menor escándalo en un caserón donde la miseria favorecía promiscuidades merecedoras de mayores repugnancias. El señor José, en su acatamiento supersticioso a todo lo establecido, quería salir de este arreglo anormal.

Y cuando hubo dado dos o tres pasos, sin volverse dijo: ¡Y que aproveche! La esposa de Montesinos levantó la cabeza y clavó en el P. Gil una mirada de estupor y curiosidad. ¿Qué es eso? El sacerdote, rojo de vergüenza y de indignación, alzó los hombros en señal de ignorancia y echó a andar hacia el caserón de Montesinos.

Vivía en un caserón señorial, último resto de una fortaleza sarracena, restaurada y transformada por sus abuelos.

Llegó al boulevard, estaba solitario: ya había terminado el paseo de los Obreros: subió por la calle del Comercio, por la plaza del Pan, y al llegar a la plaza Nueva miró a la Rinconada. En el caserón de los Ozores no vio más luz que la del portal.

No era el amor solamente quien le empujaba tan temprano a pisar la calle, sino también la triste soledad que reinaba hacía tiempo en el inmenso y vetusto caserón en donde vivía; porque nuestro joven se hallaba solo en el mundo desde hacía poco más de un año. Su padre, el viejo marqués de Peñalta, había fallecido cuando él no contaba más de seis años de edad.

El sereno, sin dejar caer la sonrisa de los labios, le miró alejarse con marcha vacilante, abrir la puerta de su casa y desaparecer. Velázquez, al separarse de él, había apretado el paso. Cuando llegó á las inmediaciones de la casa de su amigo Pepe de Chiclana, se detuvo. Habitaba éste un caserón viejo, enorme, del cual formaban parte las cuadras donde tenía los caballos en que traficaba.

Y lanzaba una intensa mirada de odio al hotel, como si quisiera aniquilar al enorme caserón con todos los seres que encerraba.