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Los calaveras cincuentones resultan terribles por su candidez, y aunque los aíslen, son capaces de enamorarse de la criada de la casa. Doña Manuela afirmábase aún más en esto al notar lo que ocurría en torno de ella. ¿De quién era aquel pie que debajo de la mesa pisaba el suyo? ¿Qué rodilla era la que tan audazmente acariciaba su falda de seda?

De tarde en tarde recibía también la visita de camaradas del aviador, acogiendo sus noticias con lágrimas y sonrisas. Su hijo alcanzaba la Cruz de Guerra después de un combate aéreo. La madre había recortado el pequeño párrafo que hacía referencia á este hecho, clavándolo con dos alfileres en la seda que tapizaba su dormitorio. Nada le importaba que los demás lo ignorasen.

El resto de la mañana lo pasaba en un «boudoir» en que el mobiliario era de porcelana fina de Dresde, y la profusión de flores hacían de él un verdadero jardín de Armida; allí, reclinado sobre cojines de seda color perla, saboreaba el «Diario de las Noticias», mientras lindas mujeres, vestidas a la japonesa, refrescaban el aire, agitando abanicos de plumas.

Había bastado que la infeliz joven abandonada, miserable y quizás mal oliente se trocase en la aventurera elegante, limpia y seductora, para que los desdenes del hombre del siglo, que rinde culto al arte personal, se trocaran en un afán ardiente de apreciar por mismo aquella transformación admirable, prodigio de esta nuestra edad de seda. «Si esto no es más que curiosidad, pura curiosidad... se decía Santa Cruz, caldeando su alma turbada . Seguramente, cuando la vea me quedaré como si tal cosa; pero quiero verla, quiero verla a todo trance... y mientras no la vea, no creeré en la metamorfosis». Y esta idea le dominaba de tal modo, que lo infructuoso de sus pesquisas producíale un dolor indecible, y se fue exaltando, y por último figurábase que tenía sobre una grande, irreparable desgracia.

Finalmente, él se recostó pensativo y pesaroso, así de la falta que Sancho le hacía como de la inreparable desgracia de sus medias, a quien tomara los puntos, aunque fuera con seda de otra color, que es una de las mayores señales de miseria que un hidalgo puede dar en el discurso de su prolija estrecheza.

Su único adorno actual eran unos cuantos cestillos de juncos de colores tejidos en forma de tablero de ajedrez, con pompones de seda, amistoso recuerdo de los ignorados artistas que entretenían sus ocios en el retiro de Niza.

El tinto de Rota, el Jerez y el Pajarete centelleaban en preciosos frascos de cristal cuyas mil facetas reflejaban una luz cambiante y coloreada como los matices del prisma, mientras que los racimos de Sanlúcar, de granos violados y aterciopelados, las brevas de Medina, las granadas de Sevilla, que el sol había abierto, y las naranjas de Málaga, se elevaban en elegantes pirámides en las cestas tejidas con un ligero hilo encarnado, tal como se ven en Esmirna; el mantel, resplandeciente de blancura, estaba atravesado, según la moda oriental, por brillantes dibujos de oro y de seda.

El hombre por quien preguntaba doña Manuela era el fundador de la tienda de Las Tres Rosas, don Eugenio García, el decano de los comerciantes del Mercado, un viejo que arrastraba cuarenta años en cada pierna, como él decía, y mostrábase orgulloso de no haber usado jamás sombrero, contentándose con la gorrilla de seda, que, según él, era el símbolo de la honradez, la economía y la seriedad del antiguo comercio, rutinario y cachazudo.

No tenía más que la camisa de finísima holanda, y sus carnes finas resbalaban sobre la seda de la bata de su mamá. Era una bata color azul gendarme que semanas antes había regalado a su hermana Candelaria... «No, no, eso no... quita... caca...». Y él insistiendo siempre, pesadito, monísimo. Quería desabotonar la bata, y meter mano. Después dio cabezadas contra el seno.

El mancebo, con su bigote blondo, su pelo rubio, su tez delicada y sanguínea, el brillo de sus galones que detenían los últimos fulgores del astro, parecía de oro; y la muchacha, morena, de rojos labios, con su pañuelo de seda carmesí, y las olas encendidas que servían de marco a su figura, semejaba hecha de fuego.