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No tenía más que la camisa de finísima holanda, y sus carnes finas resbalaban sobre la seda de la bata de su mamá. Era una bata color azul gendarme que semanas antes había regalado a su hermana Candelaria... «No, no, eso no... quita... caca...». Y él insistiendo siempre, pesadito, monísimo. Quería desabotonar la bata, y meter mano. Después dio cabezadas contra el seno.

Por último, no pudo mi hombre resistir el afán de explicarse, y preparando el terreno con un sin fin de zalamerías, le dijo: «Chiquilla, es preciso que me perdones el mal rato que te di anoche... Debí ponerme muy pesadito... ¡Qué malo estaba! En mi vida me ha pasado otra igual. Cuéntame los disparates que te dije, porque yo no me acuerdo».

Puede que sea verdad lo que dice D. Evaristo.... Todas las noches la misma canción. Al fin, si se pone muy pesadito, no tendré más remedio que ir. Y no es flojo el paseo que tengo que dar, de aquí a Puerta de Moros...». ii Un lunes por la tarde, doña Lupe entró en su casa a eso de las cinco. Venía muy emperifollada. «Papitos, ¿quién ha venido?». Aquel señor de las barbas blancas.

Está aturdido; la visita le ha dejado insensible. Hay en su cuerpo algo del efecto de una paliza; pero está fortificado interiormente. Isidora aguarda ansiosa. Está pálida y ha llorado un poco, porque no puede apartar del pensamiento que su hijo y su padrino no tienen qué comer aquella tarde. «¡Cuánto has tardado! Es pesadito ese señor. En fin, amigo, yo siento molestarte.