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Estas manías iban de mal en peor, poniendo a doña Lupe de un humor acerbísimo y haciéndole presagiar alguna desgracia.

¿Sabes lo que vamos a hacer? indicó doña Lupe, algún tiempo después, aprovechando la relativa calma que en su sobrino se notaba . Pues vamos a darle de almorzar. Su mujer le agarró por un brazo para llevarle a la mesa, y él no hizo ninguna resistencia.

Su mirada vagaba alrededor de la luz, cazando una idea. La luz iluminaba la mesilla cubierta de hule negro, sobre el cual estaban los libros de estudio, forrados con periódicos y muy bien ordenados por doña Lupe; dos o tres frascos de sustancias medicinales, el tintero y varios números de La Correspondencia.

Por fin el joven, en el último grado de la turbación y del desconcierto, se aventuró a hablar, y dijo algo así como buenas tardes... y después: Yo creí que... y luego: De modo que usted, tía... «No, yo no me meto en nada declaró doña Lupe, que estaba sentada como presidiendo . Lo único que he dispuesto es traerla aquí para que frente a frente decidáis... Fortunata, siéntate».

A la hora de comer se hablaba de lo mismo, y ponderaba doña Lupe la solemnidad conmovedora del acto de aquel día.

Maximiliano no se sentó, doña Lupe , y en el centro del sofá debajo del retrato, como para dar más austeridad al juicio. Repitió el «muy bien, Sr. D. Maximiliano» con retintín sarcástico. Por lo general, siempre que su tía le daba tratamiento, llamándole señor don, el pobre chico veía la nube del pedrisco sobre su cabeza.

Ballester había conseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle en absoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo. Entre Fortunata y doña Lupe no era todo concordia, como se puede haber comprendido, pues la señora de Jáuregui, observadora sagaz, había comprendido que desde principios de Junio su sobrina andaba en malos pasos.

Al entrar en la casa, halló a doña Lupe muy incomodada con Papitos, sobre cuya inocente cabeza descargaba el mal humor que la noche en vela le produjo. Cuanto se había hecho en su ausencia le parecía mal, dejándose decir que ni tan siquiera para una obra de caridad podía salir de casa, pues en cuanto volvía la espalda, era todo un desbarajuste.

El licor brillaba con reflejos de topacio engastado en oro. «¡Cómo lo miras, bribona! pensó la escéptica y observadora doña Lupe . Esa es la Eucaristía que a ti te gusta, el Pajarete...». Y viéndoselo tomar, decía la muy picarona: «Eso, saboréate bien, y relámete. No lo hacías así cuando recibías a Dios...».

Volvió a insistir doña Lupe con lenguaje duro en que él debía decidir por mismo aquel asunto de la reconciliación, ver a Fortunata y proceder en conciencia según las impresiones que recibiera.