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Facundo había ganado una de esas enramadas sombrías, acaso para meditar sobre lo que debía hacer con la pobre ciudad que había caído como una ardilla bajo la garra del león. La pobre ciudad, en tanto, estaba preocupada con la realización de un proyecto lleno de inocente coquetería.

No tenía la menor intención de dar mis cuartillas a la imprenta; pero, cuando salió El Correo de Lúzaro, todos los amigos me instaron para que publicase mis memorias en el periódico. Debía colaborar en la cultura de la ciudad. Yo era uno de los puntales de la civilización luzarense.

Este hecho debía haber llegado, probablemente, a conocimiento de nuestros enemigos; de ahí este cobarde atentado contra mi vida.

, pero no por mucho tiempo... Como nada se oponía al matrimonio, éste debía celebrarse dentro de seis semanas. Una horda de tapiceros, de carpinteros, invadió mi querido Ilgenstein y lo puso patas arriba. Todos mis deseos se veían contrarrestados por la frase: ¡Oh, señor barón! ¡eso no es de buen gusto!

El cura, que la conocía, vio que no debía tirar más de la cuerda sensible, y respondió tranquilamente, ajustándose los anteojos: Al desear casar a su nieta, señora, cumple usted con su deber... La abuela me lanzó una mirada de triunfo. Pero Magdalena está en su derecho al querer reflexionar añadió. Y, a mi vez, levanté la cabeza victoriosamente.

Lo cierto era que si el simpático mediquillo no estaba en lo justo en cuanto afirmaba, debía de estarlo; y que causándome cierto rubor hasta las tentaciones de contradecirle en asertos tan honrados y tan hermosos, dime desde luego, si no por convencido, por puesto en camino de convencerme muy pronto.

Entonces el martirio debía duplicarse: aquella aparición deslumbrante de todas las noches, que pasaba indiferente por su lado y el de su hija, sin detenerse, que no rendía culto ni a la ley del esposo ni al cariño de la madre, que volvía llena y tibia aun con los vapores del mundo en que vivía, después de librar la batalla del lujo en la feria de las vanidades; aquella aparición enloquecedora desaparecía, y ante los ojos fatigados del anciano se alzaba el espectro aterrador de doña Medea, riendo con una carcajada satánica, estridente y vengativa, y lanzando una blasfemia terrible contra aquel desgraciado del destino, víctima inocente de la suerte, que temblaba de espanto y de impotencia ante el recuerdo del pasado y el cuadro del presente.

Sin embargo, en medio de tan enloquecedoras orgías sentía punzadas de amargura, porque junto a los rasgados ojos de Carola descubría la terrible pata de gallo, y el exceso de celo con que le procuraba placeres nuevos y sensaciones desconocidas le hacía pensar en que aquella mujer debía de haber aprendido tan impuro arte en brazos de otros amantes: sobre todo, le molestaba que se desesperase y quedara rendida cuando él tardaba en responder, o no respondía, al llamamiento voluptuoso a que ella le incitaba con todo linaje de rebuscados artificios.

En cuanto a Oliverio, el día que siguió a la noche en que debía hacer innecesarias muchas declaraciones, a la misma hora que Magdalena y su marido partían con dirección a París, entró en mi cuarto. ¿Partió ya? le pregunté apenas le vi. me contestó; pero volverá; es casi mi hermana, eres más que mi amigo; hay que preverlo todo.

Una mirada de mi amigo me hizo comprender repentinamente que no debía verme ni hablar otra vez con Flavia y caí de rodillas tras unos arbustos.