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Hubiérase dicho que sus manos oprimían con fraternidad aquella aristocrática y pálida materia, donde los rayos de sol remedaban un rubor interno de sangre.

El ingeniero protestó, con el rubor del enamorado que vive en plena idealidad. ¡Pero, don Luis!; usted propone cosas... enormes.

Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha de estambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de su papá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labios colgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcaban sus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba a su rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en las doncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de las ilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ninguna de estas cosas se advirtiesen en ella.

Aquella joven ¿no consideraba que estaba casi desnuda?». , ya . Descuide usted, señor. En cuanto ladre don Tomás iré a llamarle. ¿No hay más? añadió la rubia azafranada, con ojos provocativos. Nada más. Y acuéstate, que estás muy a la ligera y hace mucho frío. Ella fingió un rubor que estaba muy lejos de su ánimo y volvió la espalda no muy cubierta.

Mis sueños cuando apenas muchacho adolescente, Mis sueños cuando joven ya lleno de vigor, Fueron el verte un día, joya del mar de oriente Secos los negros ojos, alta la tersa frente, Sin ceño, sin arrugas, sin manchas de rubor. Ensueño de mi vida, mi ardiente vivo anhelo, Salud te grita el alma que pronto va á partir!

Ella, arrepentida de su acto, se había echado atrás, retrocediendo unos cuantos pasos. Estaba en el hueco de la puerta, dispuesta á continuar su huída. Se arreglaba maquinalmente los cabellos y secaba sus lágrimas, mientras el rubor se extendía por su rostro. ¡Qué loca soy! murmuró . Perdóname. ¡Es tanta mi gratitud al saber que quieres ayudarme!... Señaló al mismo tiempo el balcón.

Obdulia, ¡cálmese usted... ¡Cálmese usted! ¡Cálmese usted, por Dios! ¡Levántese usted!... ¡Levántese usted, por Dios!... Su faz blanca, nacarada, estaba cubierta de vivo rubor. Un soplo de emoción delicada y mística corrió por toda la tertulia. Algunas jóvenes también se ruborizaron. Los clérigos se miraron unos a otros.

Atravesaba Madrid con el rubor del pedigüeño, con la vileza del mendigo de levita, inventando embustes para comer, mientras los hambrientos de blusa encontraban siempre un medio para satisfacer su hambre.

Si un día, mañana acaso, el rey os preguntase acerca de ... decidle... hacedle entender que entre nosotros mediaban amores... que... que en una palabra, por deber y por conciencia estábais obligado á casaros conmigo. Pero eso no es verdad... yo no puedo ofenderos... el rubor que tiñe vuestro semblante, dice bien claro que os ofendería.

Había que sostenerse en la altura, empleando todos los medios; y después, que viniera todo, hasta aquello que sólo al pensarlo tanto rubor le producía.