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Y como viese que con cierto rubor orgulloso le presentaba el niño sus premios, añadió sin tomarlos: ¡Hola, hola, los premios!... ¡Pobre chiquitín!... ¡Muy bonitos!... Bien, bien, me alegro... Ea, toma... toma, y dile a Germán que te lleve esta noche al circo.

Ella ignora que siempre lo ignores, hija mia, las miserias del mundo con que el alma se enfria: placeres, vanidades, vergonzoso dolor, pasiones, locos sueños de mentida ventura, recuerdos misteriosos de tédio y de amargura que hacen subir al rostro la llama del rubor.

Igual suerte tuvieron sus palabras a Mina. Ella sólo contestó con leves movimientos de cabeza, con forzados monosílabos, mientras su palidez iba tomando un ligero tinte de rubor. No ocultaba su vehemente deseo de huir. Parecía tener miedo, no de Fernando, sino de ella misma.

Me dejó libre y me dijo furioso: ¡Basta de farsas! ó, por mi honor, que llamo y te entrego al comisario de policía... Lea ocultó la cara entre las manos y con más rubor que el que le había producido el relato del crimen, dijo sordamente: Tuve miedo... y cedí. Ante mi conciencia, esto es lo que hice más abominable... Jacobo y Lea permanecieron en silencio, inmóviles, penetrados de horror.

Sentí que el rubor que revela a los culpables, me invadía de improviso la cara; me parecía que su mirada penetraba hasta el fondo de mi alma... Por la tarde fui a buscar un libro a mi cuarto, cualquiera que fuese, el primero que me vino a la mano, y traté de leer, pero las letras bailaban delante de mis ojos y la cabeza me zumbaba: se habría dicho que mil murciélagos se recreaban en él.

Montiño alzó los ojos, y su mirada se encontró con la mirada negra y resplandeciente de la Dorotea. Por culpa de la situación, aquellas dos miradas fueron terriblemente criminales, y la Dorotea se puso encarnada, no de rubor, sino de despecho, porque había conocido todo el valor aparente de su mirada. Lo mismo y por la misma razón aconteció á Montiño.

Se veían, pues, pero no podían hablarse. La primera carta que trajo Agapo del audaz chiquillo, no quiso Susana recibirla; encendida de rubor, dijo que no era decoroso que una señorita se carteara con ningún hombre, aunque éste fuera su primo.

Parecía que iba a saltar la sangre de sus tersas mejillas. A la prendera le hacía extremada gracia aquel rubor: para gozar más de él le mortificó todavía algún tiempo. Al fin echó mano al portamonedas. Pero Godofredo la detuvo dirigiendo una mirada de susto a la mesa de sus antiguos amigos. No; aquí no, señora. Hay muchos curiosos. ¿Quiere usted salir a la calle un momento? Con mucho gusto.

Discurriendo así, Rosalía se admiraba a misma, quiero decir que admiraba a la Rosalía de la época anterior a los trampantojos que a la sazón la traían tan desconcertada; y si por una parte no podía ver sin cierto rubor lo cursi que era en dicha época, por otra se enorgullecía de verse tan honrada y tan conforme con su vida miserable.

Lo ignoro. Pero ella se puso muy encarnada y creció su rubor cuando vio que yo bajaba y me acercaba a ellas. Y cuando mi tía, después de darme un beso, le pasó mi corona invitándola a felicitarme, se desconcertó por completo. No estoy bien seguro de lo que me dijo para atestiguar que experimentaba una gran satisfacción y me felicitó en los términos que son de uso. Su mano temblaba levemente.