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El diario queda interrumpido por espacio de tres años. ¿Será que los cuadernos se habrán extraviado o que los disgustos que han pasado por ella durante estos tres años de amargura por la muerte de Cesarina, fallecida a consecuencia de una anemia ocasionada por el nacimiento de su tercer hijo, o que la enfermedad mortal, al mismo tiempo, de su querida y bella Susana, no le hayan dejado el espacio ni la fuerza moral para registrar sus desventuras?

Susana lo sabe todo: yo se lo he contado, pero ella, que tiene una penetración grande, ya se lo había presumido; ¡pobre hija mía! yo espero que Dios le enviará aquello que puede y debe darle la felicidad, teniendo en cuenta que su imaginación no está desbordada y posee un corazón angelical; ella se dedica a sus deberes sin la menor turbación ni inquietud, con una tranquilidad y una alegría, que me tienen embelesada.

Púseme después a contemplar melancólicamente el jardín, por la ventana abierta, e iba ya recobrando mi sangre fría, cuando me pareció reconocer la voz de mi tía que conversaba con Susana. Me incliné un poco para escuchar la conversación. Usted hace mal decía Susana, la pequeña ya no es una niña. Si usted la maltrata, se quejará al señor de Pavol, que se la llevará. No faltaba más.

¡Mamá! suplicó de nuevo Susana. La apenaba tanto oír hablar a su madre así... Misia Gregoria se calló, embargada, otra vez, su mente, por la idea terrible, por lo otro, que no había acabado de explicar. No llores, hija mía dijo, mira que tu valor y tus consuelos me hacen falta, mucha falta.

«Cesarina tiene dos años, y Susana nueve meses. Sin la ayuda de Dios, sería para bastante difícil la educación de estas cuatro niñas. «En mi casa tengo, además, una parienta, enferma de cuerpo y espíritu, a quien he de cuidar con la misma solicitud que a mis hijos: por manera que son seis criaturas las que tengo que atender. ¡Cuánto necesito, Dios mío, de vuestro auxilio!

No, lo que es él no había de irse como vino, ¿qué iba a decir el pobre Quilito? Nunca lo creyera que Susana, tan buena, alimentara la misma inquina de sus padres contra los Vargas. ¡Oh! no exclamó la niña, ¡yo no, al contrario! Entonces, ¿por qué se resistía? ¡quién sabe si aquella carta no era el primer paso dado en el camino de la reconciliación! Susana quedó suspensa.

Pérez frecuentaba la casa de Susana, porque iba con Gutiérrez a todas partes: eran inseparables; estaban unidos por una amistad nacida en los bancos de la escuela de primeras letras, fortificada en el colegio militar, y, por último, arraigada en sus corazones, gracias a la vida que hacían juntos en plena juventud.

La piel dorada levantábase de trecho en trecho, probando así la delicadeza y blandura de la carne que cubría, y ofrecía a mis ojos un satisfactorio espectáculo. ¡Bravo! dije yo. Pero Susana ¿habrá resultado bien la cuajada? ¿Hay mucha? Y, mira, ¡sazona bien la ensalada! Tengo costumbre de hacer bien cuanto hago, señorita. Por otra parte ese señor no es ni un príncipe ni un emperador, según pienso.

Según su corazón, que estaba sorbido y dominado por la gratitud, todo aquello y más debía a Susana, que la libró de ser arrojada del convento, la trató como hermana, y finalmente, la unió al hombre de quien estaba enamorada. ¿Qué hubiera sido de ella sin Susana? ¿Hasta dónde hubiera rodado impulsada por vientos de desgracia?

Gentes menos maliciosas afirmaban que, dada la belleza de la colegiala, lo que el tutor procuraba era recogerla lo más tarde posible, sabiendo que no hay nada tan difícil de guardar, dirigir y encarrilar, como una mujer rica y bonita. La segunda educanda tenía un año menos que Susana y se llamaba Valeria. Su origen era un misterio que pudiera servir de base a una novela.