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Susana negó de plano, y el juicio quedó terminado con esta sentencia inapelable de don Bernardino: ¡Ni ahora ni nunca daré mi consentimiento, en el caso desgraciado que a un hijo mío se le ocurriera unir su nombre al de la familia que nos ha ofendido! ¡Nunca, nunca! apoyó el fiscal, o sea misia Gregoria.

Quilito ensayaba el frac delante del espejo. ¡Cuán equivocada estaba! era excelente... y luego tan cariñoso con sus hermanas, y Susana y Angelita se lo merecían todo, francamente. ¿No le parecía que los faldones no caían bien? Lo que no cae bien replicó con acritud misia Casilda, es tanto elogio de osa gente en tu boca.

Inmediatamente declaró que tenía una hambre de caníbal y aceptó con un desenfado que me encantó. Me esquivé un instante para ir a afrontar el mal humor de Susana. Susana dije entrando con agitación en la cocina, el señor de Couprat come con nosotros. ¿Tenemos algún pollo gordo, leche, fresas, cerezas? ¡Ah, Señor! ¡cuánta cosa! refunfuñó Susana; hay lo que hay y nada más.

Según unos, porque el tutor quería seguir con la administración de los bienes, y según otros, porque deseaba para la pupila brillante y completa educación, era cosa resuelta entre aquel caballero y las respetables madres que Susana permaneciese en el convento hasta los diez y ocho años.

Cuando se me pase el coraje, volveré a casa... Ahora, se me ocurre darte un encargo, ya que he tropezado contigo: ¿irás esta noche a casa de Esteven? No ... ¿Irás? la familia no saldrá hasta mañana, quizá, para el Frigal... Vete, pues, y entregas esta carta, en mano propia, a Susana. ¿Esta carta? La tomó el filósofo, apenas repuesto, sin quitar ojo del sobrinito, que sonreía siempre.

Era inteligente y listo, pero no tenía más que veintitrés años. Era tímido y estaba muy enamorado, circunstancia que no le despejaba la mente, pero que sería una ingratitud de mi parte, el criticarla. Al día siguiente volvió sin su madre y trató de conversar conmigo. ¿Sentís, señorita, que se haya terminado la temporada de los bailes? le respondí en un tono tan brusco como el de Susana.

Desapareció para ir a reñir a Susana y sólo la volvimos a ver en la sala. Tenéis una excelente cocinera, prima mía, dijo Pablo de Couprat, paladeando su café. , pero tan rezongona... Eso no es más que un detalle... ¿Y qué os parece mi tía? le pregunté en tono confidencial. Pero... bastante majestuosa respondió de Couprat, algo en aprieto. ¡Ah, majestuosa!... ¿queréis decir... desagradable?

¡Pobrecita! es un ángel, no puede negarse decía misia Casilda bajando la escalera. Y Susana, llorando, la tiraba besos como quien echa flores, con el presentimiento que ya no vendría más, porque la reconciliación no se había pactado... no, no vendría más; su empresa había fracasado y su corazón, de duelo, ya no latía como antes.

Pero me pareció que debía hacerle creer que sabía mucho a su respecto, y que de ese modo daba pruebas de una gran diplomacia. Y salí majestuosamente, dejando a mi tía desahogándose entre los brazos de Susana. Declarada estaba la guerra y desde entonces pasé todo mi tiempo en luchar con la señora de Lavalle.

El auditorio se despertaba entonces con sobresalto, excepto Susana que gozaba demasiado oyendo hablar mal de la humanidad, para dormirse, y que se bañaba en agua de rosas, mientras el cura fustigaba a sus ovejas con sus flores retóricas. Era, pues, un domingo. Hacía un calor asfixiante y volviendo a casa, Susana nos dijo: Tendremos tormenta antes de que concluya el día.