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Actualizado: 28 de junio de 2025


Se alejaba la tempestad; se despejaba el firmamento; asomaba la luna, y las nubes, antes aterradoras y negras, se convertían en blancos celajes orlados de plumas, de blondas, de argentados flecos; en veleros esquifes; en góndolas de nácar; en cisnes maravillosos de cuello enhiesto y alas erguidas, que bogaban en un golfo de aguas límpidas salpicado de estrellas.

Aquel tranquilo declinar de un día nebuloso, precursor de otros más serenos, la seguridad del cielo que se despejaba y se embellecía, aquella alegría de los niños para animar el parque ya casi despojado de hojas y de verdor, una madre confiada y feliz sirviendo de vínculo de unión del padre con los hijos, este último grave, llena la mente de pensamientos, confortado, recorriendo a paso lento la rica y fecunda alameda cubierta de parra, aquella abundancia en medio de aquella paz, aquel colmo del deber en la felicidad, todo, en fin, lo que estaba en torno de nosotros constituía, después de nuestra conversación, un desenlace tan noble, tan legítimo, tan evidente, que conmovido le tomé el brazo a Domingo y se lo apreté aún más afectuosamente que de costumbre.

Iba á emitir Paca su autorizada opinión en este litigio, cuando se interpuso Frasquito, que venía á consultarla sobre si sería ó no oportuno enviar por amoniaco á la botica más próxima, para dárselo á su suegro á ver si despejaba un poco.

Púsose tan furioso, que tomó la pala allí tirada, y pegó a la mujer el mismo golpe que antes pegase a Peñálvez. La Pepa cayó como muerta, y él la arrojó, refunfuñando, en la misma fosa de Peñálvez, todavía destapada. Acostose de nuevo; pero no podía dormirse. ¡Había cometido una gran estupidez! ¡Ahora que la borrachera se le despejaba un poco, iba comprendiéndolo.

Así quise realizarlo, y desde luego me fui pegadito a los edificios, observando cómo rápidamente el cielo se despejaba y la lluvia se enrarecía. Todavía continuaba mucha gente en los portales. Al llegar al del ministerio de Hacienda, un brazo de mujer se interpuso en mi camino, y una manecita blanca y hermosa trató de averiguar si aún llovía.

Era inteligente y listo, pero no tenía más que veintitrés años. Era tímido y estaba muy enamorado, circunstancia que no le despejaba la mente, pero que sería una ingratitud de mi parte, el criticarla. Al día siguiente volvió sin su madre y trató de conversar conmigo. ¿Sentís, señorita, que se haya terminado la temporada de los bailes? le respondí en un tono tan brusco como el de Susana.

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