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Los dos se vieron al otro lado de la cancela, sobre el rellano de las gradas del Casino, en pleno aire, frente á los árboles de la plaza y los grupos de paseantes que daban vueltas en torno del «queso». Tuvieron que apartarse á un lado, para no impedir la circulación de los que entraban y salían. Además continuó el príncipe , mi deber es evitar murmuraciones.

Acaso no sea posible volver a verle hasta el próximo equinoccio de la misma estación, y ya para entonces el Príncipe tártaro me le habrá muerto. El Príncipe tártaro le matará en cuanto reciba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla con cuarenta de los suyos.

Volvió el príncipe á su yate, y un año después le alcanzó la noticia triste y esperada, hallándose en el Norte de Noruega, al regreso de una excursión por los mares árticos.

Hasta Alcira llegaba el rumor de otras hazañas del príncipe, como le llamaba don Jaime al ver la despreocupación con que gastaba el dinero.

La corazonada de su buena suerte y el juego del baccará, que únicamente funcionaba allí, le habían decidido á faltar por una noche á sus costumbres habituales. El príncipe la felicitó por su hermoso aspecto, por su traje, por sus perlas...

Lo que pasó no sucedió entre ellos solos: yo estaba presente. ¿Cuándo? El día de la muerte, la misma mañana. Puesto que es necesario decirlo todo, voy a explicar a usted por qué me encontraba en aquella casa. Yo sabía que la última explicación debía venir y esperaba con impaciencia que el Príncipe me anunciase su resultado. Pero viendo que no iba a Zurich, vine yo en su busca.

El fuste de estas columnas huecas estaba adornado con las tres flores de lis de la vieja monarquía francesa, los agarradores de cada cañón eran dos delfines, y todas las piezas ostentaban el lema pretencioso Nec pluribus impar de Luis XIV, con otro más sombrío: Ultima ratio regnum. El príncipe sonrió ante este lema.

Llamó de pronto su atención el silencio con que el príncipe y Castro escuchaban á Novoa, y fijó en éste sus ojos de visionario todavía deslumbrados por el revoloteo áureo de la Quimera. También el sabio hablaba de millones de millones, de cifras que no podía abarcar con palabras y detallaba repitiendo uno tras otro docenas de ceros. Sonrió Spadoni con desprecio.

Recordando el diario de la muerta y las mismas confesiones del Príncipe, debía convenir Ferpierre en que la culpable no era la Condesa sino el mismo Zakunine.

También conocía él este palacio, puramente de aparato y deshabitado, pues el príncipe reinante, en las cortas visitas á sus dominios, prefería vivir en su yate. Primeramente llamó su atención la guardia del edificio. Los soldados de Mónaco, viejos gendarmes franceses, habían partido á la guerra, y una milicia nacional se encargaba de sustituirlos.