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Actualizado: 3 de septiembre de 2024
Heredero del genio de la raza eslava, movido por sentimientos impetuosos y demasiado vecinos de los instintos primitivos, Zakunine padecía, además, de ese histerismo que, según la ciencia moderna de las enfermedades nerviosas ha comprobado, no es solamente un doloroso privilegio del sexo femenino. Cosas verdaderamente increíbles se referían del Príncipe, de su tumultuosa juventud.
Pero el amor humilde, abnegado, suplicante, de la Condesa Florencia, no había servido para redimir a Zakunine, y al pensar en el martirio de la infeliz, el magistrado se negaba a toda indulgencia, reconocía que así como aquel hombre violento había querido la mortificación de ese pobre ser delicado, también podía haber querido su muerte.
Mas, ¿no lo había dejado ya profanar? ¿No quería escuchar la voz del perdón, no tenía necesidad de que la muerta le perdonase?... Para sostener la acusación contra Zakunine le era menester explicar que éste había estado celoso de él y había creído fundados sus celos. Eso no era posible. ¿Qué hacer? «Perdona,» seguía diciendo la voz.
¿Domicilio? Zurich. La joven contestaba con voz breve y tono seco casi sin oír las preguntas. ¿Cómo se encuentra usted en esta casa? Vine a hablar con Alejo Zakunine. ¿A hablarle de qué? De cosas que no interesan a la justicia. ¡O que la interesan mucho! La joven no contestó. ¿Es usted su correligionaria? Sí. ¿Vino usted a hablarle de asuntos políticos? Nuevo silencio.
Si realmente le hubiera amado, ¿habría podido dejarle en esa forma? Para que encontrara en su vínculo con Zakunine un obstáculo tan grave para su felicidad, ¿no debía sentir en realidad algún afecto por éste? ¡Había muerto para no serle infiel! ¿Puede la noción de lo abstracto tener tanta fuerza, si no concuerda con un sentimiento concreto, con un interés enteramente personal y presente?
¿Persiste usted en no querer contestar?... ¿Y cómo explica usted que cuando Zakunine sale de Zurich y viene aquí a Ouchy, usted, que antes no le había buscado, corre a verle, repetidas veces, en una casa que no era suya, y con él la encontramos allí mismo el día de la catástrofe? ¿Tampoco contesta usted ahora?
Ni por un instante ha podido usted forjarse ilusiones: es evidente que usted ha visto lo que sobrevenía, que ha previsto lo que debía acontecer, porque Zakunine, empeñado en disputar una mujer a su rival con la vehemencia que pone en sus pasiones, no había de vacilar ante el delito.
Ferpierre admitía, pues, que la joven fuera partidaria del amor libre, pero, sin embargo, este amor debía ser correspondido, debía fundarse sobre una sinceridad, sobre una fidelidad, siquiera temporal, de que Zakunine era incapaz, como lo demostraba su pasado.
Una segunda caída no solamente no tenía excusa alguna, sino que además habría confirmado ni escéptico juicio que se había formado de ella su primer amante: «Tu sacrificio te duele; quieres obtener una compensación y la buscarás en otro amor: no lo dudes, alguien te lo ofrecerá...» Estas palabras de Zakunine que la habían humillado y ofendido cuando no eran más que una escéptica previsión, habrían sido confirmadas por el hecho, expresado la realidad, si ella hubiera cedido al amor de Vérod: entonces el escéptico, el negador, el blasfemador hubiera tenido razón; la fe en que la creyente se sostenía contra él se había reducido como él quería reducirla, a una mentira, a una hipocresía.
¿Era de esperar que Zakunine hubiera cumplido la única condición impuesta por la desventurada?... Al reconstruir con la ayuda de esas confesiones el carácter del acusado, veía Ferpierre que el juicio adverso a ese hombre, formulado por Roberto Vérod, no era fruto de la pasión.
Palabra del Dia
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