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Actualizado: 3 de junio de 2025
Era evidente que Zakunine, comprometida toda su fortuna en la obra revolucionaria, necesitado además de mucho dinero para su vida disipada, había recurrido a su amiga. En los primeros tiempos, la intimidad de sus relaciones disculpaba, ya que no legitimaba esos préstamos: más tarde, concluido el amor y comenzados los malos tratos, no se había encontrado en situación de satisfacer sus compromisos.
Recordando Ferpierre el relato del juez de paz, según el cual el Príncipe, a la llegada de Julia Pico, se había turbado, poniéndose otra vez a temblar nerviosamente y a respirar con ansia, pensaba que tal vez Alejo Zakunine hubiese visto en la mujer una acusadora, y que de allí proviniera su turbación.
¿Cómo era posible que Zakunine se dejara dirigir tales reproches? ¿Sus correligionarios le acusaban sin razón, o en realidad su celo se había entibiado? ¿Y en tal caso, cómo y por qué aquel obstinado rebelde había podido apartarse del propósito de su vida?
¡Y no ve usted que dijo la verdad! arguyó Vérod. ¡Si esa mujer hubiera sabido que Zakunine era inocente, se habría reído al oírle a usted! ¡No lo habría creído! ¡Habría descubierto el ardid! ¿Cómo podría creer que su amigo había confesado una culpa jamás cometida por él?
Si usted la dijo esas palabras con el duro acento que usted me las refiere, ¿no pensó usted que el odio que usted manifestaba tener a Zakunine debía inspirarle miedo?... ¿No era natural que se dijese que, a pesar del respeto que usted la tenía, su afecto por ella disminuiría ante la idea de que en el hecho pertenecía al Príncipe? ¿Y qué contestó?... Vérod había inclinado la frente.
Y como el juez lo interrogara con la mirada, Roberto Vérod le refirió su coloquio con Zakunine. Yo lo he perdonado. Conocí que la muerta quería que lo hiciera. Ella, que lo convirtió, que al morir de su mano realizó la obra de salvación a que se había consagrado cuando se unió a él, no podía querer que yo le guardara rencor. Esa alma soberbia y feroz ama ahora y se prosterna.
En cuanto a la nihilista, su vida no estaba, como la de Zakunine, llena de atrocidad, y la dureza de la suerte que la había dejado sola a la edad de veinte años, la profundidad de sus estudios y la altura de su inteligencia, hablaban en su favor; pero el juez no perdonaba a una mujer, a una niña, el sangriento ideal de la destrucción, y si en algún momento se inclinaba a excusarlo, ese vínculo con el Príncipe le parecía sin excusa.
Todo esto hacía pensar a Ferpierre que en realidad había cometido un error al emplear su ardid contra la joven: más bien debía haber dicho al Príncipe que la Natzichet se confesaba culpable. Y debía haberlo dicho cuando Zakunine estaba aún bajo el peso del dolor; entonces, probablemente, no habría tolerado que otra persona sufriera por él, y habría confesado la verdad.
Los datos relativos a la vida de Zakunine y de la Natzichet proporcionaban argumentos, tanto a los acusadores como a los defensores, para insistir en sus opiniones.
Enamorado de ella, su compañero constante en Zurich, ¿no habría Zakunine abandonado a los impacientes agitadores, tanto por la enervante acción del amor cuanto por la persuasión que directamente ejercía sobre él la joven? ¿No se habría propuesto ésta hacer que el joven se desengañara, demostrarle la locura de las carnicerías inútiles? Estas suposiciones parecían verosímiles a Ferpierre.
Palabra del Dia
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