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Actualizado: 3 de junio de 2025


La calidad de los personajes, lo extraño del caso que reunía a personas procedentes de tantas partes y tan distintas por su cuna y por su vida: un revolucionario conocido en toda Europa por Zakunine; un escritor como Roberto Vérod; una dama de la nobleza, como la Condesa d'Arda; un ser misterioso como Alejandra Natzichet habrían excitado el interés general, si para ello no hubiera bastado la trama judicial.

Decidido a aprovechar de la generosidad de la joven, Zakunine la reconocía culpable, y desde que ella insistía en su confesión, ¿cómo desmentirlos? Ferpierre pensó en volver a llamar a la Natzichet y decirla: «¿Usted cree haberle salvado? ¡Lejos de eso, le ha perdido usted! ¿Por qué ha confesado usted? ¿Porque yo la dije que él mismo me había confesado haber muerto a la Condesa?

Y escribían a Zakunine: «¿Mientras «nosotros estamos aquí dispuestos a rendir la vida, mientras no esperamos más que una palabra, nos abandonas? ¿Acaso se te agotó el valor en Cronstadt? ¡Y eso que allí no arriesgaste gran cosa! ¡Estabas lejos, bien seguro, mientras que aquí otros morían!...»

Primero había negado que fuese la querida de Zakunine; después lo había confesado, y estas y otras contradicciones, así como la iniciativa que había tomado en el último interrogatorio al contestar en lugar del Príncipe, revelaban, no obstante su falsa indiferencia, su secreta ansiedad por salvarse. Ferpierre se proponía hacer con respecto a este punto nueva investigación.

Si, por alguna razón secreta, por salvar a su correligionario, la nihilista se había confesado autora de un delito que no había cometido ¿no debería insistir él, Vérod, en la acusación contra Zakunine?

En el primer momento la fisonomía del Príncipe Zakunine había permanecido sin expresión; parecía que éste no hubiera oído, o que no hubiera comprendido; pero, poco a poco, una amarga e irónica contracción de los labios, un encogimiento de las cejas sobre los ojos de pronto hundidos y casi risueños, animados por una risa casi dolorosa, revelaron la sensación de estupor, de incredulidad y en cierto modo de diversión, que tan inopinado cargo despertaba en su ánimo.

El silencio de la joven, el creciente desconsuelo de sus miradas, el temblor de sus manos, la ansiedad que agitaba su seno, demostraban más y más al magistrado que había tocado la nota precisa; que verdaderamente Zakunine se había sentido otra vez presa del amor de la Condesa, que la nihilista había sufrido de los celos, que allí era necesario encontrar la razón del misterio.

La contesté: «¡Una que la odia a usted!» Y la odiaba porque desde el primer instante la había notado distinta de ; había visto que era de otra casta, de otra raza, de otra alma, porque todas sus ideas, todos sus sentimientos eran opuestos a los míos; porque me disputaba aquel hombre. Yo no quería, no, conseguir para el amor de Alejo Zakunine, sino devolver su esfuerzo a la obra común.

Si ella había comprendido que, al quererla suya, pensaba rescatarla, llevar a cabo un acto generoso, ¿habría resistido y se había dado la muerte, no por fidelidad a Zakunine, sino por la desesperada certidumbre de una desinteligencia fatal a ese nuevo amor? Y muerta ya para él, ¿cómo pretendía juzgarla aún?

También había ordenado que el domicilio de la difunta en Niza y el del nihilista en Zurich fuesen registrados, y había pedido informaciones sobre Zakunine a la legación de Rusia. Mientras tanto, hizo el magistrado llamar a Vérod, para que le explicara con precisión cuál había sido su situación tocante a la Condesa.

Palabra del Dia

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