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Atusose el desmayado bigote con inconcebible gravedad, tosió ligeramente y manifestó por lo bajo a su amigo Moreno que la poesía no era más que un estado congestivo y muchas veces morboso del cerebro. Moreno hacía ya tiempo que había adquirido esta preciosa certidumbre; pero acogió la observación con el respeto debido a las grandes verdades del orden físico.

Pero la certidumbre expresada por Goethe y afirmada después por la Condesa d'Arda ¿qué podía valer contra las persuasiones del instinto vital? ¿A cuántos impide amar nuevamente el saber que el nuevo amor terminará como el primero? La certidumbre de morir que se tiene ¿es acaso una razón para suicidarse?

Verdad es que para poner remedio a aquel mal era ya menester que los pacientes lo supiesen primero, condición terrible para el enamorado don Braulio, quien, atormentado por sus vagas y melancólicas imaginaciones, no advertía nada de lo que en realidad estaba pasando en torno suyo, y cuyo corazón, que tanto se angustiaba sólo con presentir la pérdida del cariño de Beatriz, parecía que no había de tener resistencia bastante para sufrir el rudo golpe de la certidumbre y la realización de su presentimiento.

Ciertamente, no tengo por qué quejarme me decía aquel cuyas confidencias referiré en el relato muy sencillo y muy poco novelesco que voy a hacer, porque, a Dios gracias, no soy ya nada, en el supuesto de que alguna vez fui algo, y a muchos ambiciosos les deseo que acaben de la misma manera. He encontrado la certidumbre y el reposo, que valen mucho más que todas las hipótesis.

Porque la certidumbre de mis veinticinco duros mensuales y mi gesto encogido de encanijado, me excluían para siempre de aquellas alegrías sociales, y venía entonces a herir mi pecho, como flecha que se clava en un tronco y queda mucho tiempo vibrando. Aun así, yo nunca llegué a considerarme un paria.

Así, a cualquier lado que el joven se volviera, cualquiera que fuese el partido que pensara tomar, el daño era cierto. Que el instinto lo engañara, que solamente el odio lo lanzara contra Zakunine, eran cosas que Vérod se negaba a mismo: si hubiera podido inspirar al juez una certidumbre tan firme como la suya, la condena de aquel hombre habría sido segura.

Haciéndose, pues, platónica, se puso a sospechar que ella tenía tres almas. Confirmó sus sospechas y casi las convirtió en certidumbre el ver que, lejos de tener algo de mérito aquel pensamiento, concordaba en cierto modo con la más sana y católica filosofía.

Aceros afilados y agudos, aceros que despedían centellas eran las miradas de ambos. Parecían querer uno y otro penetrar con ellas hasta el alma. El juez y el comisario se vieron obligados a interponerse. ¡Diga usted de dónde viene su certidumbre! intimó el primero. ¡De todo, de todo!

Y en esa certidumbre, al mismo tiempo que en sus propias antipatías contra los nihilistas, encontraban muchos una prueba del homicidio: la amiga de Vérod había debido de pensar, no en matarse, sino por el contrario, en gozar cuanto fuese posible de su nuevo amor: el Príncipe y la Natzichet la habían asesinado.

Todo esto era porque las tierras y las personas estaban más en alto, más cerca de las buenas regiones del aire, en las laderas de aquel pezón gigantesco que alteraba la redondez del hemisferio austral. Y la hipótesis del Paraíso, cabeza de la tierra, situado en el noble Austro, se convertía en certidumbre para el Almirante.