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Usted abrigaba, pues, una esperanza, por débil y remota que fuera. Pero ¿cómo no pensó usted que para ella era motivo de temor lo que para usted era motivo de esperanza? Un nuevo vínculo amoroso tenía que envilecerla. Roberto Vérod miró a su interrogador cara a cara. Yo quería hacerla mi mujer ante Dios y los hombres.

Entonces, si la Condesa abrigaba esa simpatía, y en el caso de que el Príncipe, como usted, la hubiera notado, ¿no cree usted que cuando comenzó a tratarla mejor fue por miedo de perderla, celoso de Vérod? La mujer abrió los brazos y meneó la cabeza. No podría decirlo, señor. De la rusa, de esa estudiante, ¿qué piensa usted?... ¿Qué venía a hacer aquí?

Si usted la dijo esas palabras con el duro acento que usted me las refiere, ¿no pensó usted que el odio que usted manifestaba tener a Zakunine debía inspirarle miedo?... ¿No era natural que se dijese que, a pesar del respeto que usted la tenía, su afecto por ella disminuiría ante la idea de que en el hecho pertenecía al Príncipe? ¿Y qué contestó?... Vérod había inclinado la frente.

Dos velas inmóviles, cruzadas como dos alas sobre el agua inmóvil también; una tenue línea de humo por el lado de Collonges, y ningún otro signo de vida. En medio del silencio infinito, lejanos toques de campana anunciaban que una vida acababa de extinguirse. Al Cielo, a la tierra, a la luz, Roberto Vérod pedía cuentas de aquella vida.

Al oír esta interrupción, Vérod movió vivamente la cabeza.

¿Y no demuestra también la fuerza de la misma pasión? , es cierto; pero para saber por que partido debía por fin decidirse, es preciso que yo le exhorte a usted a ser sincero: ¿qué fue lo que le pidió usted, y hasta qué punto llevó usted sus demandas? Antes de poder contestar, tuvo Vérod que oprimirse la frente con ambas manos.

Roberto Vérod se decía que él también llegaría a olvidar, pero el tiempo tardaba en concederle ese ambicionado bien. En ciertas ocasiones, cuando un nuevo pensamiento le distraía de tan doloroso recuerdo, el joven temblaba, porque ese nuevo pensamiento era infinitamente más grave.

Sólo una vez me dijo: «Qué amable es el señor Vérod, ¿no es cierto?...» Yo comprendí que su compañía, su amistad le eran muy gratas, por más que a veces evitase el encontrarse con él. ¿Cómo era eso? No ; pero a veces parecía que hasta le tuviera aversión. Pero aquello pasaba pronto...

El obstáculo, si usted cree en la rectitud del alma de la Condesa, debió parecerle enorme. ¿No es cierto? Vérod no contestó. Francisco Ferpierre vio que había acertado el golpe. Considere usted que el camino en que se había aventurado no tenía salida continuó el juez al cabo de una pausa.

¡Tanto mejor! contestó Ferpierre ¡y puede usted estar cierto de que también yo las buscaré, de que las busco!... Y antes de dejarse persuadir por la fuerza de aquella fe, despidió a Vérod y dio orden de que hicieran entrar a la joven desconocida. ¿Su nombre? le preguntó. Alejandra Paskovina Natzichet. ¿Nacida en?... Cracovia. ¿Cuántos años? Veintidós. ¿Qué profesión? Estudiante de medicina.