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Actualizado: 21 de junio de 2025
Como Vérod no contestara y siguiera mirándole tímidamente, el juez continuó: Ese último coloquio, cuya importancia no quiere usted reconocer, es suficiente para explicar la catástrofe. Yo presentía que entre ustedes debía haber ocurrido algo que a los ojos de ella fuera un obstáculo que se cruzaba en su camino.
La carta de sor Ana, parecía decir la última palabra sobre la suerte de la Condesa. Lo que engañó a la justicia fue que cuando yo la maté se hallaba verdaderamente decidida a darse la muerte. Voy a decir a usted cómo la maté... Vérod temblaba como sacudido por la fiebre. Voy a referir a usted mi infamia: éste será el principio del castigo. Nunca conocí lo que valía.
Pero esto no impedía al magistrado comprender que debía considerar el otro aspecto del problema y profundizar los argumentos aducidos por Vérod contra la hipótesis del suicidio.
Tal era el hombre que Roberto Vérod acusaba de haber muerto a la Condesa d'Arda. ¿Será este hombre capaz de haber cometido el asesinato? se preguntaba Ferpierre, y contra la opinión de Julia Pico, se contestaba: ¡Sí, es capaz! Pero ¿había realmente dado muerte a la desgraciada Condesa? La capacidad de distinguir, por sí sola, no valía nada.
¡No diga usted eso! prorrumpió Vérod, fijando una mirada entre humilde y ardiente en el rostro del magistrado. ¡No diga usted eso!... Yo no sé, no puedo decir a usted lo que sentí... Sí, tal vez, esa idea, y otras menos definibles, ocupaban mi mente: pero yo la amaba, veía que ella pensaba en mí, que sufría por mí, y huir, dejarla sola, no decirla el ímpetu de mi gratitud, de mi ternura, de mi compasión; no decirla que temblaba por ella, que quería morir por ella, no mezclar mis lágrimas con las suyas, ¡eso era imposible!
Y, por fin, se determinaba la ambigua sospecha: Vérod reconocía que había cometido un error al no dirigir desde el principio las investigaciones del magistrado solamente contra el hombre... ¿Podría reparar aún el mal?
Ya ve usted que mis inducciones de ayer resultan confirmadas por estas confesiones. Su amor acrecentó la pena de esa pobre mujer, lejos de consolarla. ¿Usted no sospechó nunca esto? Vérod dejó el libro, apoyó la frente en la mano, y contestó lentamente, como hablando consigo mismo: Yo esperaba, y creía que ella también mantuviera esperanzas.
¿Temía, quizá, que el señor Vérod, como todos los hombres, llegara a la larga a no tratarla con la delicadeza que al principio? No lo creo. ¡Es tan bueno el señor Vérod! Sin duda temía algo, sí, pero... ¿Qué temía? Se temía a sí misma.
¡Pues sí! ¡Pues sí! replicó prontamente el juez, viendo que en el calor de la defensa Vérod se descubría. ¡Pues sí, pocas horas después!
Pero nada, ni un acto, ni una palabra, ni un pensamiento contaminó una sola vez ese sentimiento que nos hacía vivir. ¿De modo que al Príncipe no le faltaría razón de estar celoso? A la expresión de soberbio gozo que animaba el rostro de Vérod, sucedió un amarga contracción de desdén.
Palabra del Dia
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