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Actualizado: 21 de junio de 2025
La voz del penitente era tan suave, que Roberto Vérod se sintió hondamente conmovido. Todavía vive; en todas las cosas bellas, en todas las cosas buenas: habla dentro de nosotros, y nos aconseja. Ella me ha dicho que venga a ver a usted, usted que la ha amado, que obtuvo su amor, sabrá lo que ha de hacer de mí.
Pocos días, pero después volvió muchas veces, estando nosotros en Niza y aquí. Parecía otro. Parecía temerla. ¿Cómo se explica usted tal cambio? No sabría decirlo. Sin duda, al verla tan triste y enferma, reconocía haber procedido mal. Fíjese usted bien en la pregunta que voy a hacerla: ¿qué era para su patrona el señor Vérod?... Dígame usted lo que sepa.
Debería usted estar contento, me parece, de haber vengado la memoria de su amiga, confundiendo a la reo y obteniendo el triunfo de la verdad y de la justicia. Ambos volvieron a mirarse en silencio. ¿Y usted no está contento?... dijo por fin Vérod.
Las mismas contestó Vérod, mirándole en los ojos; pero más urgentes, más desconsoladoras que las que usted recuerda. Usted me conoce, ¿no es cierto? Yo también lo he reconocido en el acto. Usted sabe que yo vi demasiado temprano la miseria, el vacío, el horror de la vida.
Usted comprenderá repuso el magistrado cuando vio calmarse la angustia de Vérod, la necesidad que me obliga a hacerle ciertas preguntas que le serán dolorosas. Me parece haber comprendido bien el sentimiento en fuerza del cual la Condesa, a juicio de usted, habría permanecido con un hombre con quien ya nada la ligaba.
Sus celos no habrían sido efectivamente muy fundados, toda vez que la Condesa le había sido fiel hasta el último momento, y por fidelidad a la palabra empeñada se había esquivado de Vérod. ¿Podía suponerse que la sola certidumbre de haber perdido el corazón de su querida y la convicción de que no podría recuperarlo, lo hubiera impulsado al delito?
El hecho que parezca menos importante, una palabra, una nonada, pueden ponernos en el camino de la verdad. Si la pasión impulsa a usted a castigar a un asesino, la conciencia debe recordarle que la justicia no reconoce pasiones. ¿La habló usted de su amor? Sí. Y Roberto Vérod temblaba.
El sentimiento de admiración que ese ser encantador despertaba por doquier en los momentos de su máximo esplendor, se tornaba entonces en solícita compasión; y la que embargaba el corazón de Vérod, por esa fugaz y frágil hermosura, tenía mucha más fuerza que lo que hubiera tenido su admiración por cualquier otra hermosura soberbia y triunfante.
El cadáver ensangrentado había estado todo el día en la mesa de las autopsias, entre las manos de los anatomistas, y a esa hora se encontraba en la iglesia. Vérod volvió a mirar en torno suyo para reconocer el paraje en que estaba y encaminarse al templo: se hallaba en el camino de Lucerna. Con paso ya más firme, echó a andar, por la ruta de Jurigoz.
Expiraba. ¿Por qué se habrá matado? No lo sé. ¿Qué dijo el Príncipe? Lloró. ¿Cuántas veces ha venido usted a esta casa? Dos o tres veces. ¿No desagradaban a la difunta esas visitas de usted? No sé. ¿Conoce usted a Vérod? No sé quién será. La persona que denuncia el asesinato. No lo conozco. El juez cesó de interrogarla. La ignorancia de usted es demasiado grande.
Palabra del Dia
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