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Actualizado: 21 de octubre de 2025


Cuando el joven se presentó a Ferpierre, éste vio en la palidez de su rostro, en la angustia de su mirada, en la turbación de su actitud, la confirmación evidente de que Vérod debía haber estado vinculado con la difunta por un sentimiento a la par muy fuerte y muy delicado, y en el instante, reconoció en él, sin la menor vacilación, al estudiante del curso de letras, por más largo que fuera ya el tiempo transcurrido desde la época en que ambos eran condiscípulos.

Sin duda a estas horas usted sabe ya lo que ha pasado; pero yo he querido confirmarle personalmente que su amiga ha sido asesinada. La Natzichet ha confesado su delito, y el Príncipe, que se había callado en la esperanza de poder salvarla, ha confirmado su confesión. Roberto Vérod permanecía mudo y confuso. ¿Está usted contento ahora? El joven no contestó.

Además, los vínculos que la habían ligado con el Príncipe Zakunine estaban fuera de la ley, y su amistad con Vérod estaba contaminada también. Sin haber todavía visto al acusador, con sólo oír su nombre, creía el magistrado reconocer en él a Roberto Vérod, el escritor ginebrino que vivía desde muchos años antes en París y de allí esparcía por el mundo sus libros llenos de amargas enseñanzas.

Por toda respuesta el Príncipe movió la cabeza lentamente, con desesperación. ¿Le dio a usted motivos de celos? A esta nueva pregunta contestó con un gesto dudoso. ¿Sabía usted, o no, que alimentaba un nuevo afecto? Lo suponía. ¿La reprochó usted alguna vez su amistad por Vérod? Al oír el Príncipe este nombre, frunció el entrecejo y se estremeció otra vez. No contestó con voz sorda.

Mas para detenerse sobre una hipótesis cualquiera, era necesario todavía esperar el resultado de la autopsia; y mientras tanto, Ferpierre, que había establecido en el comedor de la villa su gabinete para la necesaria averiguación en el lugar del suceso, ordenó que hicieran entrar a Vérod.

Apenas el Príncipe hubiera dicho a la Condesa algo parecido, sin duda ésta se habría sentido fortalecida en su resistencia contra Vérod, y algo habría dicho de ella en su diario. ¿O había que creer que consumiéndose de amor y de celos, no había dicho una palabra, por amor propio, por altivez?

Usted, desesperadamente enamorado de ella y celoso de Zakunine; Zakunine, perdido por los celos que usted le inspiraba, por su tardío amor hacia ella, por su estéril remordimiento; la Natzichet, amante, taciturna, desconocida, desdeñada... ¿Qué será de ella? Entonces Vérod se acordó de las palabras del Príncipe. Ha muerto. Pero, ¿cómo, dónde y cuándo?

Roberto Vérod guardaba silencio, inclinada sobre el pecho la cabeza. Pero volvamos a lo que urge por el momento; ¿no me ha dicho usted que la vio la víspera de su muerte? , por la tarde. ¿En su casa? . ¿Qué le dijo usted?... ¿La habló usted de su amor? Viendo que Vérod vacilaba en contestar, el magistrado insistió: Es necesario, repito, que usted sea sincero.

Al verlo, cualquiera habría reconocido en él al gran señor y al hombre galante, nadie al revolucionario. Su semblante, primero descompuesto por la desesperación en presencia del cadáver de la amiga, después por la ira causada por la acusación de Vérod, se había calmado y llevaba el sello de una profunda tristeza. ¿Usted es el Príncipe Alejo Petrovich Zakunine? ¿Dónde nació usted?

Oculto el rostro entre las manos, se quedó en esa actitud, meditabundo, y luego, volviendo la mirada hacia Vérod, repuso: Y a usted, a quien tanto mal he hecho, quiero pedirle humildemente que me disculpe. Sin duda todavía es demasiado pronto para que pueda usted soportar mi vista. Pero yo que su corazón está lleno de bondad.

Palabra del Dia

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