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Actualizado: 21 de junio de 2025
Vérod se levantó, y pasándose la mano por la frente, exclamó, vencido, perdido: ¡No diga usted eso!... Sí, es cierto... Tiene usted razón... Puede usted tener razón... ¡Pero no diga usted, no lo repita!... ¡Porque entonces, resulta que yo, yo mismo la he muerto!... ¡Muerta por mí!... ¡Por mí!... Mire usted... esta idea, esta sospecha, me destroza el corazón. ¡Siento que me vuelvo loco!
Pero, además de la acusación de Vérod, las sospechas, de la opinión pública, la actitud de los acusados, una especie de secreto instinto y su propia conciencia de magistrado le impedían confirmarse definitivamente en esa opinión.
La última luz del crepúsculo agonizaba, pero ya el alba lunar aclaraba el oriente. Reinaba una calma divina. Y en esa divina paz, en el silencio augusto, Roberto Vérod se oprimía la cabeza con las manos para tratar de apaciguar la tempestad que lo conmovía. Su razón vacilaba ante la idea de no haber sabido inspirar al juez su propia certidumbre. ¿Por qué no había estado más convincente?
Sostengo añadió el joven rápidamente, como si quisiera no darse el tiempo de pensar en lo que decía, y para hablar se venciera a sí mismo: sostengo que esa mujer se sacrifica por amor, por celo sectario; que el asesino aprovecha de su sacrificio para asegurarse la impunidad. Digo que el asesino es él, que no puede ser otro que él... Sí; Vérod tenía que decir eso.
Vérod se había contemplado demasiado a sí mismo con el pensamiento, y las cosas, y la belleza, habían perdido para él todo su encanto, y lo que cuesta el gozo lo sabía ya demasiado, y la esperanza se había consumido en su pecho.
Pero alzando luego la vista y fijándola en Vérod, se puso a su vez a interrogarle: ¿Tenía usted mucha intimidad con la difunta? El joven no respondió. Lentamente los ojos se le llenaron de lágrimas. No debo, no, decirlo... murmuró con voz ahogada. A nadie revelaré un secreto que no es mío... que no es del todo mío... Y hasta creo, mire usted, que a ella la lastimaría, que ella me prohíbe decirlo.
Pero todos los hombres... No crea usted que yo sea un hombre distinto de los demás interrumpió Vérod. La naturaleza de cada uno de nosotros es doble, y las fuerzas morales están latentes hasta en los espíritus incultos: para que puedan obrar se necesita que sean educados y guiados por otros espíritus naturalmente mejores y más fuertes. Aquel ser me reveló cosas que yo ignoraba.
Y un sentimiento nuevo, inaudito, increíble, había invadido el corazón de Vérod, un sentimiento que habría debido ocasionarle una pena intolerable, pero que él soportaba con resignación, casi con placer.
Estas presunciones, al pasar de boca en boca, se convertían en otras tantas pruebas irrecusables: ya no se dudaba de que Vérod hubiera sido últimamente el amante de la difunta.
Así, a cualquier lado que el joven se volviera, cualquiera que fuese el partido que pensara tomar, el daño era cierto. Que el instinto lo engañara, que solamente el odio lo lanzara contra Zakunine, eran cosas que Vérod se negaba a sí mismo: si hubiera podido inspirar al juez una certidumbre tan firme como la suya, la condena de aquel hombre habría sido segura.
Palabra del Dia
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