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Actualizado: 21 de junio de 2025
Las rápidas faldas de los montes saboyanos parecían caer a pique sobre el lago, y las cimas se destacaban negras sobre el claro fondo del hielo, como cortándola. Vérod echó nuevamente a andar, anhelante. La proximidad de la noche lo aterraba. ¿Qué iba a hacer en la noche?
Antes, sin embargo, había querido llamar a Vérod para ver si también él dudaba, para discutir con él sus nuevas sospechas. En los primeros días estaba oprimido por el dolor contestó, después de haber examinado todo aquello mentalmente una vez más; pero después se vio que la prisión le hacía sufrir. ¿Ve usted? exclamó Vérod.
Y entonces, siguiendo los argumentos de Vérod, ¿habría que volver las sospechas hacia el lado de la joven estudiante? ¿Querría el Príncipe demostrar que se trataba de un suicidio, para salvar a su compañera de fe política? ¿Qué pensaba su patrona de esa mujer que estaba en la casa, de la Natzichet? No sé. No la veía. ¿Pero tenía conocimiento de sus visitas? ¿Estas le desagradaban? No se...
En Cernigov, en 1855. ¿Ha sido usted condenado alguna vez? Fui condenado, por conspiración; a relegación en Siberia; después he sido graciado y expulsado de Rusia. ¿No ha sufrido usted una condena más grave? Todos los sucesivos castigos que se han dictado contra mí se han confundido en la pena capital, por alta traición y regicidio. Ya ha oído usted de qué le acusa Vérod.
Puedo entregarme a la justicia de este país para pagar mi crimen aquí donde lo cometí, o la justicia de mi patria, ante la cual soy responsable de otras culpas. ¿Quiere usted decirme cuál le parece el mejor partido? Roberto Vérod no contestó. ¿Qué podía aconsejarle? ¿Y con qué derecho?... El dolor lo embargaba hasta tal punto, que su criterio estaba completamente obscurecido.
Tratando de justificarse a sus propios ojos, pensaba que, después de la lectura de las memorias de la Condesa y el interrogatorio de Vérod, había visto y firmado la verdad; pero el recuerdo de sus vacilaciones, de sus sospechas, de sus tentativas ambiguas y desgraciadas lo confundía. ¿Cómo no se había mantenido en la opinión de que la acusación era obra enteramente del odio de Vérod?
Las cartas escritas por Vérod a la Condesa, dos o tres por todo, nada decían de notable: expresaban solamente la gratitud del joven por la visita al sepulcro de su hermana, y el deseó y la esperanza de verla de nuevo.
En ese momento se hallaba, en que las consecuencias del engaño fatal le parecían más graves, en que el último destello de su esperanza se había apagado ya, cuando Roberto Vérod la había encontrado, y así como éste había visto en ella su salvación, ella también se había sentido revivir. Ciego, ella había visto por él; dolorida, él la había socorrido.
Largas y vivas eran las discusiones sobre la persona que debería en realidad merecer la acusación. ¿Era el Príncipe el homicida? Y la nihilista ¿era inocente o cómplice? Las opiniones se dividían en esto también: según algunos, el hombre había cometido el delito por celos de Vérod, y, según otros, la mujer lo había cometido por espíritu de rivalidad.
Y fue en busca de la rival, a imponerla que le dejara, y tuvo con ella una tempestuosa explicación que terminó con el delito. Todo lo ha confesado. Hubo una nueva pausa del juez, a la que Vérod opuso todavía silencio. ¿Está usted contento? le preguntó el juez. ¿Por qué me lo pregunta usted? Y los dos hombres se miraron fijamente.
Palabra del Dia
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