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Actualizado: 21 de junio de 2025
Vea usted, pues, que el nuevo amor no era para la desgraciada señora un motivo de esperanza, sino de desesperación extrema. Vérod había escuchado inmóvil, teniendo todavía apretado entre las manos el diario de la difunta, y no pudo contestar de otro modo que balbuceando, confuso, y casi despavorido: ¿Usted cree?... ¿Cómo dudarlo? Lea usted las páginas siguientes.
El sentimiento unánime daba razón, por fin, a Roberto Vérod, que contra todas las apariencias había insistido en creer en el delito, y conseguía, por último, vengar a su amada. Y mientras los curiosos esperaban más tranquilos el momento de ver la última escena del drama en los debates públicos, Vérod era, sin embargo, el único que continuaba en la angustia.
Y la acusación de Vérod continuaba apareciendo infundada.
¿Qué dice usted? preguntó el juez, acercándose a Vérod y mirándole fijamente en los ojos. Digo que esta señora no se ha matado. Digo que ha sido asesinada. Su voz resonaba de manera extraña, parecía que hablara en un lugar vacío, tan glacial era el silencio que reinaba en torno suyo, tan suspensos y sorprendidos se encontraban los ánimos de todos los presentes.
Y Vérod tornaba mentalmente a lo pasado, recordaba el angustioso estupor que se había apoderado de él cuando descubrió el mal secreto que agobiaba a aquella pobre alma. Salvaba a otros, pero mientras tanto ella misma estaba perdida. Las palabras que había pronunciado un día volvían a la memoria de Vérod.
Entregada a sí misma, se sostenía naturalmente, poco a poco; se alimentaba de todo y era el alimento de todo... Roberto Vérod se detuvo de pronto, estremeciéndose. Estaba delante de San Luis. Las ventanas de la iglesia, iluminadas por la luz interior, se dibujaban en las paredes: las lámparas velaban. Vérod se desplomó junto a la verja.
Más admisible era que, si existía un delito, se tratara de un delito de amor. ¿No habría el Príncipe muerto por celos a la Condesa, enamorado nuevamente de ella después de haberla dejado de amar? ¿Y de quién podía haber estado celoso, sino de ese Vérod que se mostraba tan afligido de la muerte de la Condesa, y asumía, sin que nadie se lo pidiera, el papel de acusador y de vengador? ¿O no sería más bien la extranjera quien había cometido el crimen, celosa del amor que tenía por la italiana el hombre que ella amaba?... El delito, quien quiera que fuese el culpable, cualquiera que fuese el móvil, no podía tampoco haberse consumado sin que entre el asesino y la víctima hubiera habido una lucha, aun cuando hubiera sido muy breve; pero ni en el cuarto mortuorio ni en la persona de la muerta se hallaba el menor vestigio de esa lucha.
Y la actitud de Roberto Vérod era la de un culpable: inclinada la frente, una mano en el pecho, parecía doblegarse bajo el peso de la reprobación de los demás, de su propio remordimiento. ¿Nada dice usted? ¿No reconoce usted la justicia de mis razonamientos?
Vérod cayó de rodillas, rompiendo a llorar. Y en medio de su llanto oyó claramente la voz que le decía: «Perdona...» Al día siguiente le llamó el juez. Era la primera vez que se encontraba ante el magistrado desde el día en que éste, después de triunfar sobre sus argumentos, le había dicho que creyera en el suicidio.
El magistrado a su vez se quedó sin responder, y Vérod, comprendiendo que por fin había obtenido en aquella lucha una ventaja, continuó: Ella pensaba y escribió que en algunos casos se puede huir de la vida sin merecer reproche; pero podrá darse muerte el que está solo, no aquel de quien depende otro. ¿No acaba usted de leer sus palabras? «Hay en el amor algo grave: que cada amante no es solamente responsable de sus propias acciones, sino también de aquellas a que impulsa a su amado.» ¿Y ella me habría dado el ejemplo de la muerte?... Yo creo en la hermosura de su alma; en otra cosa no creo.
Palabra del Dia
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