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Fué contando Gillespie todo lo ocurrido, que era igual, con ligeras variantes, al relato escuchado por el profesor al pie de la colina. Lo que siento terminó diciendo el gigante es no haber aplastado á toda esa canalla que pretendía registrarme. Pero otros llegarán; les espero, y van á tener peor suerte. ¿Y Ra-Ra? dijo el profesor. Esta pregunta amenguó un poco la cólera de Gillespie.

Ahora mismo, en esa música que acabas de hacerme oír y que he escuchado tantas veces, he percibido nuevas melodías que no sospeché jamás y el aroma de mis flores me produce sensaciones que nunca conocí y que quizá no vuelva ya a percibir cuando haya recobrado la salud por completo.

Porque no es acertado dolerse de sus desgracias, y porque habiendo habido tantas principales señoras tan desventuradas, no parece bien que os desespereis. Contemplad á Hecuba, contemplad á Niobe. Ha, dixo la señora, si hubiera vivido yo en aquel tiempo, ó en el de tantas hermosas princesas, y para su consuelo les hubiérais contado mis desdichas, ¿os habrian acaso escuchado?

Dirijan ustedes una mirada a su alrededor; y si esta noche tienen tiempo de observar, si se encuentran de buen humor, si no han perdido el dinero en la Bolsa o escuchado un mal discurso en la Cámara, si su amante no les ha hecho traición o su esposa no les ha armado querella, si han comido bien, en compañía de personas de ingenio o, lo que es aún mejor, de verdaderos amigos, tomen asiento en la orquesta de la Opera; dirijan sus gemelos no hacia el escenario sino hacia las galerías, al anfiteatro y sobre todo a los palcos principales. ¡Qué cuadros tan variados, cuántas escenas de comedia y, con frecuencia, hasta de drama!

Viéndola tambalearse, Fabrice corrió a sostenerla, depositándola suavemente sobre el rústico asiento; sus risas callaron, poco a poco se agitaron sus miembros en los esfuerzos de la convulsión, y al fin yació desmayada. ¡Nos había escuchado!... ¡Todo lo sabía! murmuró el pintor como hablándose a mismo. Tornóse a Pierrepont, inmóvil a dos pasos, pálido cual un cadáver en su ataúd.

Conque, ¿sólo me hicísteis conocer á don Juan para salvarle? dijo Dorotea, que no podía apartarse de su pensamiento dominante, de su pensamiento desesperado. , ¡por Dios vivo! contestó Quevedo. Pues habéis hecho bien, muy bien, y os pido perdón por el odio que os he tenido, por las injurias que me habéis escuchado. ¡Bah! no podéis injuriarme.

Mas esta dicha no brotó en su alma al calor de la fe, ni se esperanzó su buen deseo con lo que podría hacer manejando las divinas armas que le serían concedidas, sino que nació del contacto producido por la docilidad con que acogió las palabras que tantas veces había escuchado prometiéndole, en cuanto fuese sacerdote, la supremacía sobre los otros hombres.

Porque traes pechera rizá y botones de brillantes y botas de charol ¿no hay más remedio que derretirse por ti? No, hijo, yo no me enamoro de la lencería ni de esos requiebros mohosos que traes siempre en la boca. Anda, á emplear tanta gala con las infelices que te han escuchado.

Recordaba el peligro en que se había visto de perecer destrozada bajo los cuernos de un toro. Luego, su almuerzo con un bandolero, al que había escuchado estupefacta de admiración, acabando por darle una flor. ¡Qué tonterías! ¡Y qué lejos lo veía ahora todo!

16 Que si yo le invocase, y él me respondiese, aún no creeré que haya escuchado mi voz. 17 Porque me ha quebrado con tempestad, y ha aumentado mis heridas sin causa. 24 La tierra es entregada en manos de los impíos, y él cubre el rostro de sus jueces. 25 Mis días han sido más ligeros que un correo; huyeron, y nunca vieron bien.