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El guapo se mostró entonces exageradamente cariñoso y rendido, cubriéndola de flores y requiebros. La ruda y graciosa morena concluyó por decir sonriendo: ¡Calla, calla, Velázquez, que me empalaga la arropía! Pero á su espalda se había armado gran algazara. El señor Rafael, harto de cantar y tocar, se entretenía, como de costumbre, en embromar á su sobrino. Has hecho una buena boda, Pepa.

Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba, cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa, siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto, la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.

Me di a cavilar que con mis favores amistosos, aunque concedidos sin malicia, con mi dulce abandono cuando le tenía a mi lado, con el mal disimulado placer con que yo oía sus requiebros, y hasta con mi reír y burlar cuando me hablaba de su cariño, había sido yo una desalmada coqueta, que había robado la tranquilidad de aquel señor excelente y había levantado en el mar pacífico de su ya fatigado corazón la más deshecha borrasca.

La he visto salir repuso el inglés . Por eso he entrado. Deseo saber... ¿Se sospecha de , señora condesa, se me acusa?... ¡Pues no se le ha de acusar, hombre de Dios!... dijo D. Pedro . Pues a fe que echó requiebros la señora doña María... y con mucha razón por cierto. Pues qué, robar a la señora doña Inesita, aun con consentimiento de la que se llama su madre...

Y por el mismo estilo iba ensartando su ristra de requiebros hiperbólicos e incoherentes entre las risas de María de la Luz y los suyos, que agradecían la confianza del señorito. Al terminar la vendimia, Luis mostrose orgulloso, como si finalizase una obra grande.

Los mozos y las mozas se dirigían en los intermedios del canto palabras sueltas y se daban leves empellones á guisa de caricias, no siendo al parecer estos requiebros de hombros los que menos estimaban las doncellas de sus galanes. Todos cantaban maquinalmente y sin darse cuenta del drama sombrío que se iba desenvolviendo en su romance.

¡Holgazanazas! ¡Pendonas! Mejor estabais en vuestras casas espumando el puchero o recosiendo calcetas... ¡Lástima de vara de fresno! Si yo fuera marido o padre vuestro, ya os diría lo que era candonguear a todas horas por la iglesia... Estos y otros requiebros semejantes eran los que el cura murmuraba por los rincones de la iglesia en tono bastante alto para que pudieran oírle.

La ruleta permanecía inmóvil; las barajas estaban sin abrir sobre la mesa verde; pasaban las buenas mozas por la acera sin que asomasen a las ventanas de los casinos los grupos de cabezas lanzando requiebros y maliciosos guiños.

¡Don Quintín de mis entretelas! ¡Tanto bueno por mi casa! ¿Qué le trae a usted por aquí? Lo primero, el gusto de verla, que no es grano de anís; y luego... ¡Me lo he maliciado; preguntarme por la María! No crea usted que sólo por eso. Pues qué, ¿no es nada contemplar ese cuerpo tan hermoso? Déjese usted de requiebros. ¡Bonita me encuentra usted! Ni tiempo he tenido de ponerme el corsé.

Afectando la más alta corrección, como la de apuesto caballero que asiste y corteja en un baile a gentilísima dama, bromeaba yo con mi tía: Señorita... ¡es usted encantadora! Dígnese usted escucharme. Ya no puedo, ni debo callar.... ¡Amo a usted!... ¡La adoro! La anciana reía, reía a su sabor, y contestaba a mis requiebros con frases entrecortadas, como si fuera presa de profunda emoción.