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Describir cómo variaba los cortes de sus chalecos para que siempre pareciesen de moda, no es empresa de plumas vulgares. Decir con qué prolijo esmero cepillaba todas las mañanas sus dos levitas, y con qué amor profundo les daba aguardiente en la tapa del cuello, cuidando siempre de cogerlas con las puntas de los dedos para que no se le rompieran, es hazaña reservada á más puntuales cronistas.

Los pájaros revoloteaban con alegres gorjeos y, detrás de una tapia orlada de yedra, oíanse voces de niños que reían y disputaban entre confusos pataleos y llamadas guerreras. Las mujeres pasaban con su cesto de provisiones al brazo. Un carpintero, delante de su banco, cepillaba unas tablas, cuyas olorosas virutas se rizaban alrededor.

Reposaban los ojos en el espectáculo de las admirables instalaciones de frutas verdes que los vendedores procuraban presentar con una limpieza inglesa. El uno frotaba las ciruelas contra su manga para sacarlas lustre; el otro cepillaba con un cepillito de sombrero el terciopelo rosado de los melocotones.

Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba, cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa, siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto, la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.