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Pero los padrinos se habían portado mal, eran torpes, a pesar de las ínfulas del coronel Fulgosio que decía tener el código del honor en la punta de los dedos: no parecían armas, se había hablado del sable primero, pero no parecían sables de desafío; no había en Vetusta sables así, o no querían darlos los que los tenían.

¡Clara! ¡Si supiérais de lo que ha sido capaz esa mujer que lloráis! ¡Dorotea! ; vos veis en ella un ángel perdido, y era un demonio. Quevedo era un médico terrible; ponía á sangre fría los dedos sobre la llaga y la estrujaba. La muerta nada tenía ya que perder ni que esperar en la vida, y Quevedo quería salvar á los que, vivos aún, tenían que perder y que esperar. Calumniaba á Dorotea.

Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo; y el soldado juró de no jugar más, y yo de la misma suerte. El se reía a todo esto. Tornó a sacar el rosario para rezar; y yo, que no tenía ya blanca, pedíle que me diese de cenar y que pagase hasta Segovia la posada de los dos, que íbamos en púribus. Prometió hacerlo.

Ya... ya... voy... no si... ya voy.... Y sujetó bien los guantes, y se arregló el lazo de la corbata, y se aseguró de que el pañuelo estaba en su sitio, y... también pasó dos dedos por la tirilla de la camisola.

Dejándolos luego exclamó: ¡Traedme mi vestido! ¡Traedme mi dengue, mi saya de estameña, mis corales!... ¡No quiero más estos trapos! Y con tal ímpetu comenzó á despojarse de su rico traje que en vez de quitárselo lo desgarraba. La seda crujía entre sus dedos robustos de paisana. Al cabo entró en su cuarto y pocos instantes después salió vestida de aldeana.

Entonces, casi de puntillas, iba hacia el piano, y apenas colocaba los dedos en el teclado, parecía olvidar su timidez, aislándose del mundo exterior, con los ojos vagos y sin luz, como si su mirada se concentrase interiormente y su canto fuese un débil escape, un lejano eco de otra música de recuerdos que sonaba dentro de ella.

Escogiose el terreno, que fue un camino de arena mejor resguardado que los otros por dos altos setos de rosal; midiéronse los sables; despojáronse los adversarios de los gabanes y levitas, quedando con el chaleco, en gracia del frío que hacía; colocóseles en su sitio con el sable en la mano: por último, el conde de Ríos, como la persona de más respeto que allí había, se colocó en el medio, alargó los brazos tomando con los dedos las puntas de los dos sables y se apartó diciendo con fuerte entonación: Señores, cumplan VV. con su deber.

Y volvió á sonreír con tristeza y escepticismo. Ferragut iba leyendo los rótulos de las trattorias á ambos lados del camino: El escollo de la sirena, La alegría de Partenope, El mazo de flores... Y mientras tanto, apretaba la mano de Freya, avanzando sus dedos por la parte interior de la muñeca, acariciando su piel, que se estremecía á cada nuevo rozamiento.

Entre los dedos de sus manos bellas Hizo pedazos al soneto altivo, Que amenazaba al sol y á las estrellas. Y dixole Cilenio: ó rayo vivo Donde la justa indignacion se muestra En un grado y valor superlativo, La espada toma en la temida diestra, Y arrojate valiente y temerario Por esta parte que el peligro adiestra.

Sola le cuidaba como podría cuidarse a un niño enfermo, y de su cuenta corría todo lo relativo a aquella dichosa pierna averiada que no se quería componer sino a medias. Ella parecía haber robado a los ángeles de la medicina el delicado arte del apósito, y sus dedos eran tan conocidos del dolor que este les veía cerca de sin irritarse.