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Pero Paulita había oido decir que para ir al pueblo de Isagani era necesario pasar por montañas donde abundaban pequeñas sanguijuelas, y á este solo pensamiento, la cobarde se estremecía convulsivamente. Comodona y mimada, dijo que solo viajaría en coche ó en ferro carril.

Alrededor de la arcada, espesa hiedra tapizaba las paredes y, trepando hasta el tejado, enlazaba las vigas con su cordaje nudoso y se estremecía alegremente por encima de las tejas.

El teniente se estremecía y hacía lo posible por ahuyentar los pensamientos que en aquel momento acudían en tropel a su cerebro. Concluyó por no pedirle consejo alguno, y obró cuerdamente. La teología moral de don Miguel era sin duda más deficiente que la táctica militar.

Y Carmen, desde la imagen benigna de Salvador lanzaba su pensamiento vertiginosamente a la imagen seductora y pérfida de Fernando, y se estremecía con temblamientos angustiosos. Fernando le parecía un sueño delicioso y doloroso que le mordía el corazón.

Hubo momentos en que con el grande estrépito de arriba, parecía que retemblaba el techo de la sala, y que la pobre muerta se estremecía en su caja azul, y que las luces todas oscilaban, cual si, á su manera, quisieran dar á entender también que estaban algo peneques. Las luces siguieron oscilando y moviéndose mucho, á pesar de que no entraba aire en la habitación.

El campo se estremecía voluptuosamente bajo la luz de la luna; y ellos, jóvenes, sintiendo el revoloteo del amor en torno de sus cabellos estremecidos hasta la raíz, ¿qué hacían allí, ciegos ante la hermosura de la noche, sordos al infinito beso que resonaba en torno de sus cabezas? ¡Leonora! ¡Leonora! gemía Rafael.

Los escasos enemigos que tenía en el municipio, gente de oficio como decía doña Bernarda devoradora de papeles contrarios al rey y la religión, atacaban al cacique, censuraban sus actos, y todo el rebaño de don Ramón se estremecía de cólera e impotencia. ¡Había que contestar! A ver: uno que fuese a consultar al quefe.

Cuando el barón lo montaba, y dando corcovos y alzándose de brazos salía de casa, la calle se estremecía, los vecinos se asomaban a las ventanas, los niños se refugiaban en las faldas de sus madres, todos contemplaban atónitos aquel centauro temeroso.

El duque estaba de tal modo fascinado por aquella mujer, en cuyos triunfos le tocaba alguna parte, pues cumplían sus pronósticos, y tal era el entusiasmo que su canto le inspiraba, que no tuvo inconveniente en pedirle que diese lecciones de música a su hija, no obstante que recordaba el pronóstico de su amable amiga de Sevilla y estremecía al reflexionar sobre el aplazamiento que le había dirigido la condesa.

Al levantar ella sus ojos, vio a Fernando encuadrado por la ventana, contemplándola fijamente, y tuvo un gesto de enfado, lo mismo que si se encontrase con algo que estremecía sus nervios y quebrantaba su paciencia.