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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Libraba del servicio militar a mozos sanos y fuertes; cubría las trampas de los ayuntamientos que le eran adictos, aunque merecieran ir a presidio; lograba que la guardia civil no persiguiera con mucho encono a los roders que, por un escopetazo certero en tiempo de elecciones, iban fugitivos por los montes; y en todo el contorno nadie se movía sin la voluntad de don Ramón, al que los suyos llamaban con respeto el quefe.

Compraba a docenas zapatos de mujer; pagaba en las tiendas pañuelos y refajos que al día siguiente eran ostentados en las afueras de la ciudad. Los más entusiastas correligionarios, sin perder el tradicional respeto, hablaban sonriendo de sus debilidades, y señalaban un sinnúmero de arrapiezos del arrabal morenotes, fuertes y ceñudos, como si fueran una reproducción del quefe.

Le atemorizaba el populacho y quería acceder, como de costumbre, pero era grave falta no consultar al quefe. Por fortuna, cuando la gran masa negra comenzaba a revolverse indignada por su silencio y salían de ella silbidos y gritos hostiles, llegó Rafael. Doña Bernarda le había hecho salir al primer asomo de la popular manifestación.

Y los pobres huertanos seguían el movimiento de la antorcha encendida en la proa del bote, que arrojaba sobre las aguas una gran mancha sangrienta; contemplaban con adoración a Rafael, encorvado en la popa para sujetar bien el timón. De la obscuridad partían ruegos y proposiciones en voz suplicante. Eran fieles entusiastas que querían acompañar al quefe; ahogarse con él si era preciso.

Pero tales devaneos quedaban en el secreto; el miedo al quefe ahogaba la murmuración y como además costaban poco dinero, doña Bernarda no se daba por enterada. No amaba a su marido: tenía el egoísmo de la señora campesina que considera cumplidos todos sus deberes con ser fiel al esposo y ahorrar dinero.

Y salía un regidor corriendo como un galgo, y al llegar a la casa señorial echando los bofes, sonreía y suspiraba con satisfacción viendo que el quefe estaba allí, paseando como siempre por su patio, dispuesto a sacarles del apuro como inagotable Providencia. «Fulano había dicho esto y lo otro». Deteníase en sus paseos don Ramón, meditaba un rato y acababa diciendo con fosca voz de oráculo; «Bueno; pues contestadle aquello y lo de más allá». El partidario salía desbocado como un caballo de carreras; todos sus compañeros se agrupaban ansiosos para conocer la sabia opinión y se establecía un pugilato entre ellos, queriendo cada uno ser el encargado de anonadar al enemigo con las santas palabras, hablando todos a la vez como pájaros que de repente ven la luz y rompen a cantar desaforadamente.

Los amigos de Rafael, los principales personajes del municipio que rondaban por el mercado, no podían ocultar su satisfacción. Hasta el último alguacil sentía cierto orgullo. «Hablaba con el quefe. Le sonreía». Era un honor para el partido que una mujer tan hermosa tratase amablemente a Don Rafael, aunque, bien considerado, merecía esto y algo más.

Cuando las exigencias del partido le hacían abandonar la ciudad, era su esposa, la enérgica doña Bernarda, la que atendía las consultas, dando respuestas, en concepto del partido, tan acertadas y sabias como las del quefe. Esta colaboración en el sostenimiento de la autoridad de la familia era lo único que unía a los esposos.

Los escasos enemigos que tenía en el municipio, gente de oficio como decía doña Bernarda devoradora de papeles contrarios al rey y la religión, atacaban al cacique, censuraban sus actos, y todo el rebaño de don Ramón se estremecía de cólera e impotencia. ¡Había que contestar! A ver: uno que fuese a consultar al quefe.

Palabra del Dia

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