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El cuñado le daba cuenta de sus operaciones, lo mismo que cuando vivía en la estancia protegido por él. Pero á esta deferencia se unía un orgullo mal disimulado, un deseo de desquitarse de sus épocas de humillación voluntaria. Todo lo que hacía era grande y glorioso. Había colocado sus millones en empresas industriales de la moderna Alemania.

Ahora, querida Antoñita ya le puedo decir: Viviré, porque le puedo anunciar que vivirá. »Crea usted, Antoñita, que mi amor hacia Magdalena no es vulgar ni pasajero; mi unión con ella no era matrimonio de conveniencia, ni siquiera lo que se ha dado en llamar un matrimonio de inclinación: me unía una pasión única, sin ejemplo: y si ella moría tenía yo que morir también con ella.

No obstante, ninguna mujer se atrevió a preguntarle sus impresiones de viaje. No tardó en ponerse a tono con tan buena compañía, porque a todos los defectos de la juventud unía aquella flexibilidad de espíritu que es uno de sus más hermosos privilegios.

Un deseo profundo de anonadamiento y de quietud se unía en ella a tal vergüenza y aflicción, que se tapó la cara con la sábana, prometiéndose no pedir socorro, no llamar a nadie. Mas como quiera que el tiempo pasaba y los dolorcillos no volvían, se resolvió a levantarse, y al atar la enagua, de nuevo le pareció que le mordían los intestinos agudos dientes.

En cierto colegio monjil de las cercanías de Madrid había hace más de veinte años dos educandas que se querían muchísimo. El sentimiento de amistad que los unía nació merced a circunstancias extraordinarias de la situación de ambas, fue favorecido por sus caracteres y acabó de consolidarse en la batalla de la vida.

La dominaba de improviso el encanto superior del lazo moral que la unía a Juan.

Gallardo, siempre pálido y risueño, saludaba, repitiendo «muchas grasias», conmovido por el contagio del entusiasmo popular y orgulloso de su valer, que unía su nombre al de la patria. Una manga de «golfos» y greñudas chicuelas siguió al coche a todo correr de sus piernas, como si al final de la loca carrera les esperase algo extraordinario.

Fui por la tarde a dar las gracias a Genoveva por su amable envío, y mi amiga se arrojó a mis brazos para felicitarme por mi buena suerte, mientras su madre me preguntaba con interés si estaba satisfecha. No pude negarlo, puesto que a mi satisfacción de los primeros momentos se unía otro sentimiento muy comprensible, que era éste; el señor Baltet empezaba a pertenecerme por derecho de conquista.

Un pequeño río tributario se unía al Júcar desembocando mansamente bajo una aglomeración de cañas y árboles; un arco triunfal de follaje.

Faltaba el lazo que nos unía. Entre aquel río, aquella Torre del Oro, aquellos bosques de naranjos, aquel horizonte diáfano de tintas brillantes y yo, no había nada ya de común. No era frente a estas cosas más que un curioso, un touriste, como ahora se dice; pero no tardaría en partir, acaso para siempre. ¡Partir!, ¡ay! No se rían ustedes.